La muerte del Papa Francisco, el primero jesuita de la historia, ha desatado el mismo tipo de controversias generadas a lo largo de sus doce años de pontificado. Controversias que versan sobre la presunta orientación ideológica de Jorge Mario Bergoglio y sobre cuál será su legado en una sociedad occidental liberal que vive hoy una extrema polarización política, pero también moral.
Es difícil negar que la labor del pontífice a lo largo de estos doce años, un mes y ocho días desde que fue nombrado Papa el 13 de marzo de 2013 ha sido más valorada por los sectores progresistas de la Iglesia, e incluso por aquellos que jamás han pertenecido a ella, que por los sectores católicos más conservadores.
Los primeros han visto en Francisco un Papa casi revolucionario.
Los segundos han visto un pontífice más preocupado por la justicia social, tal y como la entiende la izquierda, que por la defensa de la doctrina de la Iglesia, especialmente cuando esta chocaba con las nuevas sensibilidades del progresismo.
Como suele ocurrir, la realidad se sitúa a medio camino de ambas interpretaciones.
El calificativo de «revolucionario» es sin duda exagerado. Sobre todo si se tiene en cuenta que la mayoría de los cambios ejecutados por Francisco han tenido más que ver con una nueva sensibilidad social en el seno de la Iglesia que con verdaderas rupturas doctrinales abruptas, prácticamente inexistentes a lo largo de los últimos doce años.
Pero es innegable que Jorge Mario Bergoglio ha supuesto un cambio visible a simple vista con respecto a Joseph Ratzinger, su predecesor.
Bergoglio ha puesto el acento en temas sociales y medioambientales como ningún otro pontífice lo había hecho antes. Lo hizo, por ejemplo, en su encíclica Laudato Si’, donde defendió la ecología integral y criticó el consumismo, «la economía que mata» y «la idolatría del dinero».
El Papa Francisco también cambió el tono de la Iglesia respecto a la comunidad LGBT, aunque manteniendo la doctrina tradicional de la Iglesia sobre el matrimonio. «Si una persona es gay, busca al Señor y tiene buena voluntad, ¿quién soy yo para juzgarla?», dijo en 2013 sobre los homosexuales.
Aunque en este punto suele haber debate en el seno de la Iglesia, Bergoglio también renunció a muchos de los símbolos más ostentosos del poder papal: escogió una residencia modesta, prescindió en muchas ocasiones de los vehículos más lujosos del Vaticano y dio voz, con humildad, a las iglesias locales más pequeñas.
Respecto al papel de la mujer en la Iglesia, fomentó el nombramiento de mujeres en cargos como el de las subsecretarías de sínodos o los dicasterios. Y aunque no apoyó el sacerdocio femenino, es obvio que durante su pontificado se ha abierto el debate sobre el diaconado femenino.
Los críticos afirman que su obra doctrinal palidece en comparación con la de Benedicto XVI, probablemente el Papa con mayor fondo de armario intelectual del último siglo. Y esa acusación tiene mucho de cierta.
Pero que el acento de su pontificado iba a ponerse en los pobres y los inmigrantes, y no en los grandes debates teológicos y filosóficos sobre el alma de Occidente y el futuro de la Iglesia, quedó claro cuando en el Evangelii Gaudium publicado el 24 de noviembre de 2013 presentó su visión de la nueva evangelización expresando su opción preferencial por los desfavorecidos y escribiendo la frase «prefiero una Iglesia accidentada, herida y manchada por salir a la calle, que una Iglesia enferma por encerrarse».
Sólo el tiempo dirá si los esfuerzos del Papa Francisco por modernizar la Iglesia católica y adaptarla a las nuevas sensibilidades del progresismo han dado fruto o si han ido en detrimento de su autoridad moral, convirtiéndola en una más de las instituciones en crisis de las democracias liberales del Occidente cristiano, perfectamente adaptadas a su tiempo, pero incapaces de dotar de valores fuertes a unos ciudadanos abrumados por la falta de referentes éticos, morales e ideológicos.
Bergoglio fue, en este sentido, una víctima más de esa era de la polarización en la que todos los ciudadanos occidentales braceamos desde hace casi dos décadas.
Será en buena parte su sustituto, por tanto, quien determine si los cambios introducidos por Bergoglio han llegado para quedarse o si han sido sólo un paréntesis en una institución cuyo reino no es de este mundo, pero que vive inmersa en él.