Ignacio Camacho-ABC

  • La imagen cenital de este Papado es la de aquel sincero, desgarrado testimonio de sensibilidad ante el sufrimiento

El magisterio de la Iglesia, al menos desde que perdió el llamado poder temporal, es de orden moral, no político. Sin embargo, el Papa es más que un líder espiritual: es un líder global cuya palabra implica un compromiso que empieza, como la caridad, por él mismo. Por muchas vueltas que se les dé, la única lectura posible de los Evangelios desde la contemporaneidad es la de la cercanía esencial de Cristo a los humildes, a los descartados, a los perdedores, a los desvalidos. Y en ese sentido no cabe ningún reproche a Francisco, que tuvo claras desde el principio las razones de su elección como sucesor del teólogo Benedicto, con quien tantas confidencias y reflexiones había compartido.

Ratzinger, consciente de que su personalidad carecía de los rasgos carismáticos de Juan Pablo, renunció a cualquier intento de clonar su liderazgo y se preocupó de solidificar el mensaje doctrinal del pensamiento cristiano en un mundo secularizado. Su esfuerzo simultáneo por reformar la Curia se desfondó ante la opaca resistencia de los círculos vaticanos, de modo que cedió el paso para que alguien más decidido o más enérgico intentara superar ese obstáculo. En el Cónclave de 2005, donde entró como incuestionable candidato, había comparecido con dos cardenales jesuitas del brazo: uno era Martini, que falleció durante su pontificado, y el otro Bergoglio, sobre quien ocho años después recayó la misión de ejecutar el encargo transformador en que su mentor se había atascado.

Aunque el integrismo se haya empeñado en colgarle a Francisco una etiqueta rupturista, fue el Papa alemán el que entendió la necesidad de que la Iglesia emprendiera una ruta distinta, menos etnocéntrica, más mestiza, abierta a la realidad poliédrica de la globalización, el capitalismo posindustrial y las migraciones masivas. Su heredero, mucho menos sofisticado intelectualmente, escogió la vía humanista que había seguido en Argentina: la comprensión, el acompañamiento, la llaneza, la empatía. La misericordia en cuyo seno todos tienen cabida, incluso los pecadores o sobre todo ellos, como demostró Jesús al perdonar desde la Cruz a sus verdugos porque no sabían lo que hacían.

Por eso la imagen cenital del Papado recién concluido es la del viaje a Lampedusa y su desgarrada requisitoria de solidaridad ante la tragedia fundamental de este tiempo. Ese sincero testimonio de compasión y sensibilidad con el sufrimiento ajeno es mucho más relevante que cualquiera de los pronunciamientos políticos concretos –y a veces desafortunados– que tanto recelo y polémica despertaron en cierto integrismo irredento. Porque era allí, en la desolación letal de una playa mediterránea convertida en cementerio, donde había que actualizar las bienaventuranzas en el lenguaje complejo de los problemas modernos. Y señalar, desde la autoridad de la sede de Pedro, por dónde se llega hoy al reino de los cielos.