Carlos Souto-Vozpópuli

La izquierda española no está dividida entre modelos de país, sino entre el meme y la amenaza

Dicen que la izquierda española está fracturada. Es verdad, y con pronóstico reservado. Pero no en el sentido en que lo plantean los opinadores profesionales, ni como lo enuncian los titulares. No se trata de una riña entre sensibilidades progresistas. La fractura no es sentimental, ni táctica, ni generacional. Es estructural. Y, si se quiere, moral.

La izquierda a la izquierda del PSOE —esa que nació entre carpas y pancartas durante el 15M, en una Puerta del Sol convertida en ágora, plaza fuerte y plató— parecía en su momento un fenómeno fresco, democrático, incluso necesario. Pero ese supuesto renacer fue, en realidad, el huevo de la serpiente. Una criatura política que incubó durante años, alimentada por la decepción postcrisis, la cultura del agravio y una verborrea inflamada. Y que hoy, más de una década después, exuda un hedor rancio a derrota, oportunismo y traición.

Porque todo tiene fecha de caducidad. Y ese fenómeno, que prometía regeneración institucional, transparencia, una nueva política, resultó ser apenas una máquina de poder al servicio de egos desmedidos, contradicciones irreconciliables y alianzas cada vez más tóxicas. De aquel impulso original a esta tragicomedia hubo una lenta pero constante degradación. Primero fue Podemos, luego el desmembramiento interno, más tarde la invención de Sumar. Cambió la fachada, pero el edificio estaba podrido desde los cimientos.

Son el reflejo deformado de una política que eligió la estética por sobre la ética. Si algo los separa es el nivel de impostura, pero no el fondo. Ambos son caricaturas de lo que alguna vez prometieron ser

Hoy se habla de una izquierda dividida entre Pablo Iglesias y Yolanda Díaz. Entre Podemos Sumar. Pero esa no es una división política: es un espejismo. Iglesias y Díaz no representan dos modelos distintos de país, sino dos estrategias para el mismo proyecto: mantenerse cerca del poder, aunque sea en calidad de florero.

Son, en esencia, lo mismo: populismo de consigna, cinismo de plató y un desprecio total por la gestión real. Iglesias con su pose de revolucionario con moño samurái; Díaz con su estilismo de influencer ministerial. Son el reflejo deformado de una política que eligió la estética por sobre la ética. Si algo los separa es el nivel de impostura, pero no el fondo. Ambos son caricaturas de lo que alguna vez prometieron ser.

Ahora bien, si uno quiere hablar en serio de la fractura de la izquierda española, entonces hay que mirar más allá de estos dos personajes de tebeo. Hay que mirar al abismo verdadero. Porque la izquierda no está dividida entre Iglesias y Yolanda, sino entre la izquierda absurda, la izquierda peligrosa y una derecha izquierdosa, que actúa como un colado en una fiesta, bebe, come y se mete en los bolsillos lo que le quepa.

La izquierda que se ofende por una palabra, pero justifica una dictadura. La izquierda que fracasa en la gestión, pero cree que triunfa en el relato. La izquierda del ridículo

La primera es molesta, sí, incluso irritante, pero sin ser inofensiva, solamente cuesta dinero. Es la izquierda del eslogan hueco, del lenguaje inclusivo como política de Estado, del tuit como programa de gobierno. La izquierda que se ofende por una palabra, pero justifica una dictadura. La izquierda que fracasa en la gestión, pero cree que triunfa en el relato. La izquierda del ridículo.

La segunda es otra cosa. Es la que pacta con Sánchez desde la sombra de la inconstitucionalidad. ERC, Bildu y compañía. Esa izquierda no cree en la izquierda, porque no cree en la Constitución, no cree en España, no cree en la igualdad ante la ley, ni en la justicia, ni en el Estado de Derecho. Se mete por la izquierda en el sistema porque es la única puerta que le abre el camino del chantaje permanente a un gobierno socialista. Vive fuera de los límites establecidos a izquierda o derecha, porque representa los extremos, nada más. Y juega con fuego, como históricamente en la clandestinidad, no para reformar el sistema, sino para dinamitarlo. Y la tercera es Junts, una prostituta del sistema.

Esa es la verdadera fractura. La que separa a los bufones del peligro. Porque mientras Iglesias y Díaz compiten por likes y minutos de televisión, Sánchez se abraza con quienes quieren romper el país en nombre de una idea tribal, excluyente y, en muchos casos, directamente antidemocrática.

Sánchez, que ha demostrado una habilidad natural para comprar a sus socios sin perder el control del timón, juega hoy al límite. Cree que puede gobernar con todos. Que puede sentar en la misma mesa a bolivarianos domesticados y a nacionalistas insaciables. Pero ese equilibrio, como el de todo funambulista, depende de una cuerda, y la cuerda está cada vez más floja.

Una mentira peligrosa

La izquierda española no está dividida entre modelos de país, sino entre el meme y la amenaza. Entre la comedia involuntaria de Díaz e Iglesias y el chantaje feroz de Puigdemont, Otegi y sus socios. La primera da risa. La segunda, miedo.

Como escribió Albert Camus en uno de sus textos más lúcidos “nombrar las cosas mal es contribuir a la desgracia del mundo”. Llamar a esto “coalición progresista” no es una simple exageración: es una mentira peligrosa. Porque cuando uno confunde el desastre con el proyecto, y la impostura con el ideal, ya no se trata de errores políticos. Se trata de otra cosa.