- A fuerza de vivir fastuosamente sin dar un maldito palo al agua, el político español ya sólo sabe despreciar a todo aquel que no posee su listeza para vivir del cuento. Y del pastizal que el cuento garantiza. ¿Gana usted 900 euros? ¡Puagh, qué asco!
Rebuscar en la faraónica basura del exministro Ábalos exige un blindado estómago para contener el vómito. No hay dosis de Omeprazol suficiente para eso. Seamos, pues, comprensivos con la zafiedad de su sucesor, don Óscar Puente, ante el Senado. Ese señor —que, aunque parezca increíble, cobra sueldo de ministro en un país europeo— sólo pretendió aportar un soplo de ramplón jolgorio en el hastío de su ingrata tarea.
La comisión del Senado andaba rastreando las sutilezas que, en el sistema de contratación pública, permitieron dar sueldo a alguien —¿se admite «alguiena»?— sin contrapartida laboral de la que quede constancia. El ingenio cazurro del señor ministro dio con la respuesta justa. Tampoco es para ponerse así, señores, «esta persona accede a un puesto de auxiliar administrativo por 900 euros mensuales. La gente no se pega por estos puestos». No consta en las transcripciones si al ministro Puente le dio, de seguido, el ataque de risa tonta. Sí, tenemos constancia de que no fue destituido in situ.
Claro que por 900 euros ninguna de las diversas empleadas afectivas de su ilustre predecesor, José Luis Ábalos, hubiera desplegado diez minutos de sus altas maestrías. El contrato privado que el exministro y la empleada afectiva habían acordado, garantizaba en este caso unos ingresos mensuales equivalentes al sueldo entero del ministro. Lo que el contrato no parecía especificar era de qué fondos iba a salir ese modesto flujo de dinero. Tampoco, de qué iba a vivir la parte contratante que asumía así el deber moral de transferir sus íntegros estipendios —legales— al peculio de la parte contratada. Todo bastante sórdido, la verdad. Todo también, digámoslo, más bien triste. Que el Estado tenga que financiar la supervivencia sexual de sus ministros, es difícil decir si mueve a compasión o a risa. Pero, ¡qué le vamos a hacer!, es un delito.
¿Hay algo más odioso que gastarse el dinero de los ciudadanos en alivios privados? Sí, lo hay: burlarse, como lo ha hecho el ministro Puente, de la precariedad salarial en la que sobrevive una parte no precisamente despreciable de la población española. No, nadie «se pega» por un sueldo mensual de novecientos euros. Nadie, salvo los casi mil candidatos que se habían presentado a esa misma plaza de TRAGSA que a la joven «sobrina» del ministro le sirvieran en bandeja para cobrar y no ejercer. Nadie, salvo las decenas de miles de no menos jóvenes que, con sus titulaciones superiores en el bolsillo, se ven lanzados a un mercado laboral en el cual conseguir un puesto vagamente estable y con sueldo mínimo se juzga hazaña memorable. ¿Puede el señor ministro Puente, cuando la risa se le pase, solicitar la estadística de universitarios que, en la edad de la ayudante afectiva de su predecesor, buscan hasta debajo de las piedras ese sueldo, para él tan plebeyo, que les permita ir dando tumbos hasta fin de mes en pisos compartidos?
No, lo más siniestro de los políticos españoles no es que se paguen regocijos personales con dinero público: algo trivial entre patanes. Lo imperdonable es que ni siquiera recuerden ya cuál es el país en el que viven. A fuerza de vivir fastuosamente sin dar un maldito palo al agua, el político español ya sólo sabe despreciar a todo aquel que no posee su listeza para vivir del cuento. Y del pastizal que el cuento garantiza. ¿Gana usted 900 euros? ¡Puagh, qué asco! ¡Quítese de mi vista! ¡Me contamina usted el paisaje!
Es el desprecio, el desprecio en estado puro. Me digo que algún día tendrán que pagarlo. Ábalos como Puente. Me digo que no es posible que todos aceptemos que estas gentes nos escupan a la cara con la certeza impune de que nadie va a impedirles que lo hagan. Sé que me engaño.