Ion Ansa-El Correo
Recuerdo haber leído con emoción un poema que un querido amigo mío dedicó a su abuela, que se consideraba a sí misma apátrida, nacida en la meseta castellana y crecida en Errenteria. Su hija se enamoró de un nacionalista vasco, comprometido con la revitalización del euskera, y de ese matrimonio nacieron hijos euskaldunes, hoy en la flor de sus vidas. Síntesis de parte de lo que somos: los nietos, patriotas; la abuela, «apátrida». Aunque con una conciencia plena y orgullosa de lo que eran sus raíces y las de sus nietos.
La patria es un instrumento de integración poderoso. Genera (y es producto de) lazos de comunidad, de solidaridad, de generosidad y de unión afectiva que dan sentido a la vida en sociedad. Por eso, acertaba Aitor Esteban en su discurso del Aberri Eguna al plantear un relato inclusivo de la patria vasca, tan lejos de la caricatura interesada que del nacionalismo vasco se suele hacer, de manera transversal, desde la política madrileña.
En la izquierda, ha habido quien ha afirmado que «la patria es la gente» y no sus banderas, oponiendo implícitamente «la gente» a «la patria». Curiosa visión, más cercana a un cosmopolitismo mal digerido que a la pulsión igualitaria y transformadora que, desde hace más de dos siglos, ha caracterizado la trayectoria ideológica de la izquierda.
Cierto, la idea de la patria puede ser instrumentalizada para dividir, y esto ocurre cuando se plantea en términos excluyentes o supremacistas. Cierto, también, que la idea de la nación ha sido y es utilizada para disolver otras contradicciones como las desigualdades de clase. No menos cierto que existen ideologías tóxicas que apelan a la nación o a la patria para agredir, explotar e incluso invadir otros países.
El filósofo Joxe Azurmendi tenía la costumbre de empezar algunas de sus clases, como deliberada provocación pedagógica, con la pregunta: «¿Tú qué eres antes, demócrata o patriota?». Esto implica la posibilidad de que una patria pueda existir sin democracia. No lo tengo claro (quizá, porque lamentablemente no pude asistir a ninguna de sus lecciones). Lo que sí sabemos es que, desde la Revolución francesa, la patria es la escala que adopta una democracia. Dicho de otra forma, la democracia necesita, para su aplicación exitosa, una comunidad de personas que se sientan unidas por poderosos lazos afectivos.
Por eso, para un demócrata, desde las concepciones más liberales hasta las más radicales de la democracia, la patria es, además de un poderoso instrumento de integración social, un deber cívico. Hacer patria es, desde esta visión, hacer democracia. La confusión derivada de invertir el fin y los medios en el binomio patria/democracia está en el origen de numerosos malentendidos actuales.
Quizá por eso se echan tanto de menos más voces en el Aberri Eguna. Particularmente, se echan de menos todas la voces de una patria donde quepan, también y por qué no, las personas que se autodenominan apátridas.