Juan Carlos Girauta-El Debate
  • El esquema de dos clases sociales con intereses contrapuestos solo existe pues como símbolo impuesto. Desde el principio, la idea fue aceptar el modelo doctrinal marxista para imposibilitar sus consecuencias

Sobrevive muy mal la institucionalización de la lucha de clases. Las últimas tres décadas han presenciado un acelerado alejamiento entre el mundo laboral real y el oficial, que sigue anclado en un pasado históricamente reciente y vitalmente remoto. La segunda posguerra mundial estableció un orden que se consideraba inmutable. El mejor orden posible dadas las circunstancias, salvo que en el reparto de Europa uno cayera del lado del comunismo. El orden que permitió, en el lado libre, alcanzar una prosperidad desconocida en tiempo récord. De él se beneficiarían también los perdedores gracias a las lecciones aprendidas tras el Tratado de Versalles, que John Maynard Keynes supo analizar y explicar a tiempo.

Ese orden tiene tantas derivadas como ámbitos sociales, culturales y aun psicológicos quepa imaginar. Nos centraremos en la paz social, curiosamente institucionalizada, insisto, en el esquema de la lucha de clases. Soy consciente de lo extraño que esto suena, pero nadie podrá negar las bases doctrinales (y geopolíticas) de una organización clave y un acuerdo mundial revelador. Primero, la Organización Internacional del Trabajo, agencia de la ONU, con su racimo de Convenios sobre libertad sindical, negociación colectiva, igualdad de remuneración o edad mínima para trabajar, entre otros. Segundo, el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales, consecución del bloque soviético a mediados de los sesenta para equiparar su palabrería ideológica con los auténticos derechos: los civiles y políticos.

Se aceptó pues consagrar dogmas de una ideología liberticida, según la cual el antagonismo entre empresarios y trabajadores es estructural y sus intereses son por definición antagónicos. Un juego de suma cero. Se aceptó en gran medida, claro está, para neutralizar tal ideología. Pero sus esquemas cristalizaron y se incrustaron en nuestras principales leyes. En España se mantiene, vía subvenciones, el privilegio de los «sindicatos más representativos». La implantación real de UGT o CCOO está falseada desde hace décadas, en tanto que mantienen su poder de negociar convenios colectivos, vinculantes y con fuerza jurídica. Otro tanto podría afirmarse de las patronales. Nuestro modelo de agentes sociales es reflejo de un mundo pasado que solo pervive con respiración asistida. El posmarxismo, hoy dominante en la izquierda, entendió bien que el concepto de clase social es inservible (Ver Laclau).

El esquema de dos clases sociales con intereses contrapuestos solo existe pues como símbolo impuesto. Desde el principio, la idea fue aceptar el modelo doctrinal marxista para imposibilitar sus consecuencias. Así, los representantes de esas dos clases obsoletas negocian y punto. Quizá por aquella cesión nominal, la paz social y el propio Estado de bienestar se han venido atribuyendo a la socialdemocracia. Pero lo cierto es que, desde el andamiaje hasta la obra terminada, los arquitectos fueron de derechas. Incluyo la integración europea. Konrad Adenauer, Robert Schumann y Alcide de Gasperi eran democristianos, y Jean Monnet banquero. No le debemos a la socialdemocracia la proeza que se le atribuye. Que la vieja derecha siga acomplejada, o se espeje en la izquierda, solo se explica por ignorancia o por pereza.