Gregorio Morán-Vozpópuli
«La historia es la proyección de la política hacia el pasado»
Un historiador durante la época estalinista, M.N. Pokrosky, dio con la fórmula perfecta. «La historia es la proyección de la política hacia el pasado». Eso explica por qué nuestro pasado no deja de cambiar. Creo que esa formulación desfachatada puede ser la única que nos permita acercarnos a los múltiples aniversarios que nos han caído encima en esta aborrascada primavera. Cada cual tiene donde elegir el suyo, dentro de un conjunto tenebroso de muertes, dislates y silencios. Lo único que debe quedar a salvo es lo evidente, aquello que pudiera condicionar el presente. A la gente debe tentarle más las evocaciones que enfrentarse a la realidad.
Singular el apasionamiento mediático ante el proceso de elección del Papa León XIV, algo de sumo interés para los creyentes pero un recurso tan falaz como frívolo de unos comentaristas con creencias limitadas, que a duras penas sabrían distinguir un cardenal de un obispo. España fue un país muy interesado en los cónclaves papales. No era para menos; bastaba con saber que la elección de un nuevo Papa significaba que Franco concedería un indulto que aligeraba las cárceles de presos políticos. ¡Qué muertes fecundas las de Pio XII y Juan XXIII! Pablo VI se retrasó tres años. ¿Quién de entonces podía sustraerse al embrujo papal antes de que llegara Francisco I el Taumaturgo?
Puestos a escoger aniversarios y dado que el surtido es tan variado que consiente las manipulaciones escandalosas, yo optaría por dos contundentes, de las que no admiten distanciamientos ni sarcasmos. Quizá sea significativo que ambas apenas estén ocupando espacio entre tantas efemérides, en las que se gozan las instituciones creadas para la salivación del Poder. La guerra de Vietnam (1975) y el asesinato de López de Lacalle (2000).
El cincuentenario del final de la II Gran Guerra (en Europa) ha incitado a una chismosilla deslenguada, Dolores Delgado, designada Fiscal General de Memoria Democrática, a una solicitud entre conmovedora e indignante. «Esclarecer las responsabilidades de una posible estrategia conjunta entre la dictadura (de Franco) y el Régimen Nazi para trasladar españoles exiliados a diferentes campos de exterminio». Como si no existieran libros, documentos, testimonios…para que ahora llegara una brujita petulante que acababa de cumplir 13 añitos el día de la muerte del Dictador y descubriera el hallazgo. En España, cuando se estrenó la película de Stanley Kramer, El juicio de Nuremberg (1962), no sólo se omitieron y tergiversaron los diálogos de Spencer Trace, o aquel imborrable de Montgomery Clift, sino que se cambió hasta el título y se diluyó la sentencia. Se convirtió en el insultante «¿Vencedores o vencidos?». Hay que exhibir una jeta de cemento armado, ya demostrada con creces en su irresistible ubicuidad, para que ahora cuando están todos, víctimas y verdugos muertos y enterrados, hacer el amago de sacarlos del panteón para disfrazar al Gobierno que la alimenta.
Soy consciente de que hoy la Guerra de Vietnam es la de unos abuelos que somos nosotros
A riesgo de sorprender a quienes no están al tanto de las manipulaciones históricas me atrevería a decir que para varias generaciones tuvo mayor trascendencia que nuestra inventada ‘Generación del 98’, que la imaginó Azorín cuando trabajaba para ABC bajo la orientación de don Antonio Maura y su hijo Gabriel; la recuperó Laín Entralgo en 1944 y la incorporó a los planes de estudio en su condición de instructor general durante la etapa de Ruiz Giménez como ministro de Educación (1951-56). Y pasó a ser pasto de los académicos de todo pelaje; ahí quedó. Se consagró por razones que no vienen al caso.
El 98 fue una construcción ideológica impura y simple; nada que ver con la quiebra de muchas fortunas españolas en Cuba y Filipinas. La guerra de Vietnam sí cambió la percepción de elementos hasta entonces inabordables. Un pueblo humilde era capaz de ganar sucesivamente a dos Imperios; primero a Francia (1946-1954) y sin solución de continuidad a los EEUU (1955-75). La derrota norteamericana dio paso a una crisis de civilización. Dejemos a un lado, aunque sea mucho dejar, los bombardeos, los efectos geopolíticos, la carcoma de la guerra fría.
En periodismo hay ocasiones que basta una foto: el último helicóptero despega sobre la terraza de la Embajada de los EEUU en Saigón con un puñado de desesperados que se agarran y van cayendo al vacío
Es la escena final de hace ahora 50 años, con la dignidad humillada del embajador Graham Martín obligado a subir a la nave que ascendió a primera hora de la madrugada, tras una jornada aciaga que por esos sarcasmos del destino había empezado con la canción «Blanca Navidad» de Irving Berlin. La señal para volver a casa sin mirar atrás. Mientras con impostada serenidad el general sur-vietnamita Minh y sus 30 consejeros esperaban en el Salón principal de la Jefatura la llegada de los vencedores: «Estamos aquí para entregar el poder». A las 3 y media de la tarde el coronel Bui Tin entró y rompió el ritual: «Usted no puede entregar lo que no tiene».
Si un aniversario me ha afectado más que otros es el asesinato del columnista López de Lacalle. Esa foto de una capa oscura que cubre a un hombre que venía de comprar los periódicos, junto a su paraguas abierto. Fue en Andoain, un pueblo guipuzcoano cuya única aportación a la humanidad fue Santa Cándida, fundadora de las «jesuitinas» a finales del XIX. Apuntaba mayo y llovía. Le descerrajó dos tiros Guridi Lasa, luego el de gracia (¿por qué lo llamarán de gracia?); segundos, el tiempo que le llevó reconocerle. Hace solo 25 años. Hasta entonces ETA había matado de todo; los intentos de quebrar las opiniones no habían tenido el éxito que esperaban; no del todo. Volaron manos, lanzaron molotov; como eran pocos los acosaban. Con impúdica soltura lo definió Arnaldo Otegui: ETA quiere «poner encima de la mesa (…) una estrategia informativa de manipulación y de guerra en el conflicto de Euskal Herria». A modo de mesa quedó sobre el asfalto José Luis López de Lacalle. Lo escribí entonces. «Pensar y contarlo puede constituir un delito capital«. Una gran pintada en el centro del pueblo era más contundente: «DE LACALLE JODETE».
Tiempo de aniversarios, cuando escribir vuelve a tener consecuencias no deseadas. Gracias al norteamericano James Salter descubrí unos versos de Arthur Clough, un cristiano radical inglés que había participado en las revoluciones europeas de 1848: «Estamos más desesperanzados los que más esperanzas tuvimos y más descreídos los que creímos». Puede entenderse como una vacuna que trata de inmunizar frente a la pandemia de conmemoraciones instrumentales.