Ramón Jáuregui-El Correo

  • La Euskadi soñada hace 45 años se parece mucho a la de hoy: comparte las diferencias identitarias y se concilia en el punto de encuentro de su autogobierno

Al observar los actos conmemorativos de la fiesta nacionalista del Aberri Eguna del Domingo de Pascua, vino a mi memoria una de aquellas ideas que nos dejó el Mario Onaindia de los 90 del siglo pasado. Acabábamos de hacer la fusión PSE-Euskadiko Eskerra y tratábamos de llenar de nuevas iniciativas aquella confluencia del socialismo vasco histórico con la izquierda nacionalista, que aspiraba a la mayoría electoral autonómica, después de la extraordinaria victoria de esta coalición en las elecciones generales de 1993.

Mario, con el que conviví políticamente aquellos años, inventó el término, pretendiendo colocar la fusión de ambos partidos en el campo de la cultura e identidad vascas, para añadir a nuestra fortaleza representativa de la izquierda y del PSOE el perfil de un partido comprometido con el autogobierno y la recuperación cultural de nuestras singularidades identitarias.

El postnacionalismo hacía referencia así a un estadio de la sociedad vasca en el que las grandes reivindicaciones políticas y culturales que habían caracterizado a nuestro país en los primeros años de la Transición democrática se habían conseguido ya y se consolidaban en un marco constitucional sólido e irreversible. Se relajaban las pulsiones nacionalistas que caracterizaron aquellas primeras décadas y se pasaba a fases de discusión interna sobre nuestras propias competencias políticas y económicas, en un marco de referencia geopolítico y geoeconómico más amplio, singularmente el ámbito europeo.

La sociedad postnacionalista no aludía a la desaparición del nacionalismo -no éramos tan ingenuos- sino a su acomodo a un marco satisfactorio respecto al nivel de poder político para su autogestión y a un contexto cultural en el que se dieran los medios, los instrumentos económicos y las libertades suficientes como para su plena recuperación y desarrollo. Aludía también a una sociedad en la que la línea divisoria nacionalistas/no nacionalistas se difuminaba en un marco social y político menos antagónico que el que vivíamos entonces. Postnacionalista sería, claro, una sociedad vasca en paz y conciliada internamente sobre su marco político. Postnacionalista sería, finalmente, una sociedad en la que los derechos y deberes de los vascos se derivasen de su condición de ciudadanos, no de sus orígenes ni, mucho menos, de su identidad política, amparados por una Constitución que nos hacía libres e iguales ante la ley.

Fue en aquel contexto en el que Mario impulsó acuerdos y políticas tan sugerentes como atrevidas en el campo del mundo del euskera, los medios de comunicación euskaldunes, Euskaltzaindia, volcándose en la integración de la red de ikastolas en la red pública educativa (lograda en la etapa del recordado Fernando Buesa como vicelehendakari y consejero de Educación).

El reciente Aberri Eguna mostró hasta qué punto la sociedad vasca de hoy se acerca mucho a aquel estadio que describía Mario Onaindia. Soy consciente de que esa celebración patriótica encierra sentimientos y aspiraciones respetables, pero su impacto social y político se disuelve en una sociedad ajena a esas ensoñaciones.

El desiderátum posnacionalista que presagiaba Mario se ha visto confirmado, además, por un contexto económico y geopolítico del que no podemos pretender escapar a riesgo de estrellarnos y arruinarnos. Por eso, el postnacionalismo hoy alude a las naturales controversias que nos plantea la realidad en el marco de nuestro autogobierno: las políticas fiscales y su armonización en los tres territorios, la soberanía estratégica y la defensa de nuestras empresas motoras, la garantía energética, nuestro sistema de innovación e investigación, nuestra influencia en Europa, nuestras relaciones regionales… y todas las políticas sectoriales -que son todas- de nuestros departamentos de gestión: desde la vivienda a la sanidad, desde el cuidado de nuestros mayores a la educación, desde la seguridad policial a las políticas de inserción social y laboral de nuestros inmigrantes.

Hace unos días, una periodista me preguntaba si la Euskadi que soñábamos hace 45 años, en aquel País Vasco de 1980 que estrenaba Parlamento, se parecía o no a la Euskadi de hoy. Abiertamente le dije que para mí la Euskadi soñada entonces se parecía mucho a la Euskadi de hoy: un país en paz, que superó la tragedia del terrorismo, autogobernado, con el máximo poder autonómico de los Estados federales, dentro de un Estado europeo. Un país que superó una enorme crisis industrial y que se proyecta al futuro con un tejido económico moderno y competitivo. Un país en el que la calidad laboral es alta y el sistema de prestaciones públicas proporciona un alto nivel de bienestar y equidad. Un país en el que la convivencia y la tolerancia mutuas han superado décadas de fracturas sociales y políticas y que comparte, con bastante naturalidad, las diferencias identitarias y se concilia internamente en el punto de encuentro de su autogobierno.

Admito que los sueños de otros podían ser otros. De hecho, lo eran. Pero hoy ya no toca soñar sino hacer y enfrentar un mundo hostil en el que la democracia, Europa y el bienestar exigen lo mejor de todos nosotros.