- El PP vuelve a contar con la ventaja de ser “esas siglas que no queda más remedio que votar cuando se quiere echar al PSOE”. Pero ¿será eso suficiente para vencer a Sánchez?
La celebración de un congreso «ordinario» del Partido Popular es, sobre el papel, una buena noticia. Otra cosa será con qué resultado efectivo se salde. Lo ideal sería que sirviera para que acometa asignaturas que tiene pendientes desde hace más de veinte años.
¿Tanto tiempo?
Bueno, miremos por el retrovisor.
El PP actual sigue siendo el producto de un proceso, iniciado por Fraga en 1989 y culminado por Aznar en el congreso sevillano del año siguiente, por el que quedan integradas bajo las mismas siglas las corrientes de la Coalición Popular de los ochenta. A grandes rasgos: Alianza Popular y las ramas democristiana y liberal de UCD.
La etapa de Aznar abarca casi tres lustros que incluyen todavía buena parte de la “travesía del desierto” por la oposición y ocho años de gobierno, cuatro de ellos con mayoría absoluta.
Y, después de él, ¿qué?
Una designación digital de Mariano Rajoy realizada sobre la idea de la prórroga de esa etapa en la Moncloa. En su lugar, casi ocho años lejos del banco azul.
A la mitad de los mismos, el PP celebró un congreso relevante en Valencia en 2008, sí. Aunque hubo alguna pincelada ideológica (aquello de los conservadores y liberales) se trataba de decidir sobre el liderazgo del pontevedrés después de su segunda derrota electoral.
Podrán contraponerse muchos argumentos sobre sus años al frente del Ejecutivo. Pero pocos podrán negar que el acaudillamiento del partido dejó que desear, especialmente en esa última etapa ya monclovita. La vida interna se pudrió al compás de una rivalidad descarnada entre la secretaria general, María Dolores de Cospedal y la vicepresidenta del Gobierno, Soraya Sáenz de Santamaría, sin que nadie considerase necesario sanear aquello.
Esto tuvo efectos visibles en 2018. La sorprendente moción de censura que desalojó del poder a Rajoy se tradujo en su dimisión como presidente del PP.
El partido se mostró totalmente quebrado por la rivalidad antes descrita. La caída de Cospedal en la primera parte abierta del proceso se tradujo en la victoria de Pablo Casado en el congreso definitivo. No era descabellado pensar en él como un líder de futuro.
Pero asumió la máxima responsabilidad orgánica en un momento todavía de (mucha) bisoñez. No hace falta detenernos en contar qué ocurrió.
El final abrupto de Casado trajo a Alberto Núñez Feijóo, recibido en Madrid como un mesías. Tres años después, la percepción es la de volver estar atravesando el desierto.
Perdonen lo prolijo del resumen, pero se trataba de apuntalar la tesis: el PP lleva desde 2003 con una revolución interna pendiente. Hasta ahora ha llevado una existencia ciclotímica. Etapas largas al trantrán interrumpidas por la súbita necesidad de cambiar al “número uno”.
Las cosas han cambiado mucho. Quizá más por deméritos ajenos que méritos propios, Génova consiguió laminar la alternativa de centro liberal, Ciudadanos, que le causó no pocos quebrantos, que tuvieron su cénit en los 66 escaños de abril de 2019. De modo que el PP vuelve a contar con la ventaja de ser “esas siglas que no queda más remedio que votar cuando se quiere echar al PSOE”. Muchos de sus éxitos pasados se cimentaron sobre esa premisa.
No puede decirse que la suerte con la formación surgida a su derecha, Vox, haya sido la misma. Siete años después de su salto a la vida institucional, seguimos sin saber de una estrategia definida y basada en principios para convivir con este partido. ¿Aprovechar su presencia para reforzar una alternativa de centro? ¿Resignarse a depender de ellos para gobernar? ¿Dejar sin contestar el argumentario oficialista que los equipara?
Quizá este congreso sirva para obtener algo parecido a una respuesta.
La mera convocatoria permite pensar que Feijóo ha caído en la cuenta, al fin, de que el tiro al palo del verano del 23 no suponía otra cosa que cuatro años más de Sánchez. Ya llevamos casi la mitad.
Sin la presión (parece) de unas elecciones ni la necesidad de cambiar de capitán del barco, el presidente popular puede impulsar un cónclave (por usar su mismo término, adscrito a esa querencia reciente de su partido por el chascarrillo facilón) que resuelva todas esas cuestiones arrastradas.
¿Qué es el PP en la España del segundo cuarto del siglo XXI?
¿Qué alternativas ofrece a un país en el que la vivienda es inaccesible no sólo para los jóvenes?
¿Qué piensa del populismo de derechas?
Si accediera al Gobierno… ¿qué quiere representar respecto al modelo de colonización institucional Sánchez?
¿Alternativa real o mero reverso? (“que se preparen, que ahora nos toca a nosotros”).
Como suele suceder en estos casos, el periodismo está más pendiente del hipotético refresco de caras que del armazón intelectual o ideológico. Por una vez, no es farfolla. La sensación melancólica que produce la propuesta popular entre la España sociológicamente reactiva a Sánchez tiene mucho que ver con las voces que se la venden.
Personalmente, somos poco optimistas. Vivimos en la creencia de que nadie con un mínimo hálito intelectual se ha metido en un partido grande en décadas. Una periodista muy experimentada me discutía este punto: “Sí los hay, pero no están en el Congreso ni en las primeras líneas”.
Ojalá ella tenga razón y Feijóo haya sabido encontrarlos.
El presidente del PP hace bien en dar la máxima importancia al trabajo que quede por hacer de aquí a las siguientes elecciones generales. Probablemente, se haya dado cuenta de que está ante su última oportunidad.