Carlos Martínez Gorriarán-Vozpópuli
No se puede razonar con quien solo se aprovecha de las reglas en beneficio propio
“Hideputa” es, como es sabido, el afilado apócope de “hijo de puta” tradicional acuñado por los grandes del Siglo de Oro para referirse a la gente de mal vivir y peor recomendar (también con la variante hijueputa). Era, por supuesto, un insulto, pero no uno cualquiera en una lengua tan rica en este negociado como es la nuestra.
El talento en el insulto
En la época de Cervantes y Quevedo la limpieza de sangre (no descender de hereje, moro o judío) o, al menos, la paternidad reconocida, eran elementos de primera importancia en el estatus social de las gentes. Un hijo de padre clandestino en amores ilícitos era por definición, a diferencia de los bastardos reconocidos -los hubo importantísimos, como don Juan de Austria-, un pobre desgraciado.
Descender pues de una profesional del sexo y de padre ignoto resultaba un penoso estigma, pero cuando los grandes de las letras usaban ese dicterio no se referían a la familia de alguien, sino al estigma moral de una conciencia fallida. El hideputa literario era, simplemente, un canalla, así fuera Grande de España o su linaje ascendiera a los reyes godos. Hoy seguimos ese uso coloquial al acusar a alguien de hacer putadas intencionadamente (esta palabra es de una familia de incomprensible polisemia para los no nativos: “putada” es la sorprendente antítesis de “de puta madre”).
El arte con que los clásicos insultaban, y en especial el maestro Quevedo, es censurado en esta época de gazmoñería lacrimosa sustitutiva de la ética. Sin embargo, insultar a quien se debe es, en realidad, un compromiso ético con la calidad de la conversación pública. En efecto, no es posible conversar constructivamente con el hideputa consagrado a destruir la conversación pulverizando todas las reglas, por ejemplo mintiendo por sistema.
Los guasaps han demostrado que sus decisiones políticas siempre han seguido el hideputismo más concienzudo. Lo que los guasaps revelan es que conocer perfectamente la verdad nunca ha sido su problema para hacer el mal y mentirnos
Viene esto a cuento, como el lector sospechará, de la publicación de los guasaps (la RAE tendrá pronto que admitir este barbarismo) cruzados entre el presidente Pedro Sánchez y su exministro y mano derecha, José Ábalos. Los guasaps en cuestión han mostrado el modo insultante en que se referían a su círculo de poder y confianza (pájara, estúpido, petardo, amargado, maltratador), pero sobre todo han demostrado que sus decisiones políticas siempre han seguido el hideputismo más concienzudo. Lo que los guasaps revelan es que conocer perfectamente la verdad nunca ha sido su problema para hacer el mal y mentirnos.
Por ejemplo, el rechazo inicial de Sánchez a la Ley de Vivienda exigida por sus socios de Podemos, porque sabía que favorecía la okupación y destrozaría el mercado de vivienda, ha demostrado más allá de toda duda razonable que sabía perfectamente lo que estaba en juego. Aprobando una ley que sacrificaba el derecho a la vivienda, tan cacareado por ellos, perseguía seguir en la Moncloa al precio que fuera. Por si alguien albergaba aún dudas razonables, Sánchez no es tonto, ni ingenuo, ni irreflexivo, sino listo, astuto y reflexivo por encima de la media. Pero es malvado, artero y narcisista, lo que en el lenguaje psicológico actual llamamos un psicópata, y en el del Siglo de Oro lo que ya saben.
El insulto justo y proporcionado no mata el debate, al contrario, lo salva. Clarifica la conversación pública porque la corrupción del lenguaje es, siempre, la vanguardia y escolta necesaria de la corrupción moral y política; como dijo la inolvidable Pilar Ruiz a Patxi López: “Harás muchas más cosas que me helarán la sangre, llamando a las cosas por los nombres que no son”.
Era profético. Lo que ha permitido a Sánchez y su sociedad Frankenstein arrastrar la democracia al borde del abismo en estos siete interminables años ha sido el empeño en querer discutir constructivamente con ellos, tratar de explicarles sus actos como si no los entendieran perfectamente, procurar guiar sus pasos extraviados de vuelta al sendero constitucional que, por otra parte, no han querido transitar jamás. Con gente así no se discute, pero tampoco cabe ignorarles; ¿qué hacer entonces?: llamarlos por su nombre.
Con la canalla no se discute, solo se les vitupera, porque la discusión respetuosa les reconoce como interlocutores válidos con razones digna de estima y respeto, un grandísimo error
Schopenhauer escribió un interesante opúsculo sobre el arte de insultar, complemento del arte de tener razón, donde postula la regla de que la mejor manera de librarse de canallas e indeseables es con insultos bien medidos, es decir, devastadores para el insultado pero lícitos, a fin de evitar el delito de injurias o calumnias. Esta regla completa la de no discutir jamás con mentecatos, por la sencilla razón de que su mayor experiencia en propalar tonterías les hará ganar cualquier discusión (regla que los amantes de la polémica y proclives a la vocación docente olvidamos cada dos por tres).
De la misma opinión era Voltaire con su “écrasez l’infâme”: con la canalla no se discute, solo se les vitupera, porque la discusión respetuosa les reconoce como interlocutores válidos con razones digna de estima y respeto, un grandísimo error. De una manera más elegante y trabajadísima, es la gran tesis de la ética de la comunicación debida a Habermas: la democracia no funciona sin la discusión constructiva entre iguales, pero para ser iguales todos los intervinientes deben comprometerse a respetar las reglas, porque son las reglas las que hacen el debate democrático.
Urge la claridad porque la estrategia de supervivencia de los déspotas de Moncloa y Ferraz es extender más y más el fango y las tinieblas
¿Qué hacer entonces con los hideputas que se aprovechan del respeto ajeno a las reglas para destrozarlas, y con ellas la democracia? Obviamente, dejar de reconocerles como legítimos interlocutores. No se puede razonar con quien solo se aprovecha de las reglas en beneficio propio, o se acaba asistiendo al escándalo de Mertxe Aizpurua, condenada por colaborar con ETA señalando objetivos, dando lecciones de periodismo y derechos humanos en el Congreso.
Urge la claridad porque la estrategia de supervivencia de los déspotas de Moncloa y Ferraz es extender más y más el fango y las tinieblas. Incluso los guasaps publicados por El Mundo en un ejemplo de buen periodismo también les sirven para eclipsar, ay, el asalto definitivo al Poder Judicial emprendido estos días, o la legalización del tráfico y consumo de drogas en vehículos particulares. Debemos dejar de tratar a quien no lo merece como un igual que debate respetando la ley, dando rectas razones, actuando con buena intención. Llámelos lo que son tal como harían Lope, Cervantes, Góngora o Quevedo en este soneto:
Puto es el hombre que de putas fía,
y puto el que sus gustos apetece;
puto es el estipendio que se ofrece
en pago de su puta compañía.