Luis Ventoso-El Debate
  • Existe una seudo derecha mediática que en realidad evita la crítica a fondo, que no quiere entrar en la médula de los problemas, no vaya a ser…

Con Aznar y Rajoy, el PP intentó el posibilismo en Cataluña. Es decir, cayeron en la quimera naif de intentar entenderse con los separatistas, hasta el extremo de que apoyaron a Mas para salvar sus presupuestos (Artur se lo agradeció con la traición del siglo: el facazo del procés). Esa postura fofita del PP ante el nacionalismo hundió a ese partido en Cataluña y abrió una autopista para Ciudadanos, por la que ha corrido también Vox.

La lección de la historia es clarísima: si quiere rascar algo en Cataluña, el PP tiene que mostrarse frontalmente contrario al nacionalismo, en lugar de pastelear con él. Desde finales de 2018 preside el partido Alejandro Fernández, que parece que entiende esa máxima (y tal vez por ello cada cierto tiempo las luminarias de Génova sopesan cepillárselo).

Fernández, tarraconense hijo de asturianos, de 48 años, tiene la añeja costumbre de reflexionar, algo que en los partidos actuales se penaliza más que se premia. En ese espíritu, y sabedor de que cualquier mañana le mueven la silla, ha publicado un libro de título chusco y claro, A calzón quitao, donde expresa de manera diáfana su diagnóstico: «Hay una operación política para convertir a España en una confederación plurinacional, rompiendo la Constitución y el espíritu de concordia de la Transición».

Es la misma tesis de un veterano observador de nuestra vida pública, Mayor Oreja, tachado de agorero, cuando el paso del tiempo ha acabado dándole siempre la razón.

Si parodiásemos al magnífico Umberto Eco, diríamos que hoy España se divide en apocalípticos e integrados. Los del Apocalipsis somos los que pensamos que nuestra democracia y la propia unidad de la nación están amenazadas. Los integrados nos desprecian con una displicencia socarrona. Nos ven como unos cenizos instalados en un pesimismo injustificado, en un rancio «raca raca».

Por su parte, los integrados murmuran alguna queja cuando los desmanes de Sánchez resultan ya insoslayables. Pero en general no consideran que el presidente y su alianza antiespañola supongan una amenaza grave para España. Lamentan algunos comportamientos incorrectos, sí, pero no creen que se esté astillando el armazón del sistema.

No suelo consumir televisión generalista, por carencia de tiempo y afición. Pero esta semana vi un rato El Hormiguero. Su estrella conversaba con un afamado radiofonista de barba cana, que es además un excelente entrevistador. Huelga decir que tanto el presentador pelirrojo como su invitado me dan unas vueltas, pues son comunicadores que han alcanzado un enorme éxito. Sin embargo, la charla política que mantuvieron me resultó decepcionante, pues supuso un ejemplo perfecto de lo que acabo de lamentar: pellizquitos sin mojarse.

En teoría, esos dos famosos comunicadores se sitúan en el espectro del centro-derecha. Pero expresan su posicionamiento –o más bien se lo callan– de un modo tan liviano que no aportan una crítica contundente ante el hondísimo problema que estamos viviendo por la felonía del PSOE. Se quedan en lo epidérmico. No se arriesgan a entrar en el fondo de la cuestión. No acometen una defensa explícita y con brío de la unidad de España frente a las cesiones al separatismo. No se les pasa por la cabeza criticar la ingeniería social de la izquierda, con sus desvaríos «de género», su intervencionismo obsesivo, su subcultura de la muerte, su rechazo del esfuerzo. Ni siquiera se muestran especialmente duros a la hora de denunciar los aparatosos casos de corrupción de esta etapa terminal del sanchismo. Para entendernos: ponen más carne en el asador cuando critican a Mazón y su desaparición de tres horas que cuando abordan la fuga del galgo de Paiporta o la de Teresa Ribera, que apenas figuran en sus guiones. Vox parece suscitarles una mayor inquietud que Junts, ERC, el PNV o el comunismo populista/populachero que nos cogobierna.

El envoltorio de este tipo de comunicadores luce razonable, correcto. Pero como ocurre con tantos personajes que podríamos denominar «criptoderechistas», todo se queda en espuma de cerveza, con bastante temor a mojarse. Y es que una crítica dura puede situarte de bruces ante el aliento gélido del Leviatán pedrolista, y ese es un precio que no todas las empresas de comunicación toleran, y un riesgo que no todos los comunicadores están dispuestos a asumir.

¿Queremos un cambio en España? ¿Deseamos una alternativa a lo que han dado en llamar «progresismo»? ¿O nos conformamos con una especie de sanchismo sin Sánchez, en el que gobierne el partido que gobierne todo siga manteniendo su clásico aroma a PSOE, como si su ideología supusiese ya un consenso inamovible?

Nos venden muchas motos. No solo desde la izquierda.