Bernard-Henri Lévy-El Español
  • Bastaría con que cinco congresistas estadounidenses, sólo cinco, si tuvieran que elegir entre la justicia y su presidente, eligieran la justicia, para que Ucrania se salvara.

La medalla Andrey Sheptytsky. Una de las más prestigiosas de Ucrania. Y, además, compartida con la poeta Lina Kostenko, exdisidente soviética, resistente a la dictadura de Putin y encarnación, a sus 95 años, de lo más indomable de la cultura ucraniana.

Yo, que soy poco sensible a las medallas y que he pasado mi vida evitando, en mi propio país, la Legión de Honor, las Artes y Letras y otras órdenes del Mérito, esta distinción, en este momento, me produce una emoción infinita.

Tal vez sea absurdo. Pero así es.

Y se ha convertido, para mí, en casi un principio: no merecer un honor a menos que me lo reconozca un país en guerra, defendiendo una causa justa y mostrando una conducta heroica en la adversidad.

Sarajevo, 1993, en tiempos de Alija Izetbegovic… El blasón de Tiflis, en 2008, de manos de Mikheil Saakashvili… El Kurdistán iraquí que me nombró, en 2016, en plena guerra contra Daesh, uno de sus ciudadanos honorarios…

Reconocimientos hermosos desde Israel…

La medalla del coraje armenia…

Y bien, una vez más, aquí estamos. El paradigma soñado. Como hace dos años, cuando Vadym Omelchenko, embajador de Zelenski en Francia, me nombró, en nombre de su presidente, caballero de la Orden del Mérito de Ucrania.

Como hace unas semanas, cuando el comandante en jefe de los ejércitos, Oleksandr Syrskyi, me otorgó, en un búnker, entre dos ofensivas y cuando el mundo daba por perdida a Ucrania, su más alta condecoración militar. Una cuadratura virtuosa. Un honor verdadero.

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¿Quién fue el metropolitano Andrey Sheptytsky?

Un obispo católico, de rito griego, que, en el momento en que la Shoá, en Ucrania como en el resto de Europa, alcanzaba cimas inimaginables e impensables de abyección, invitaba a sus fieles a resistir, escribía al papa Pío XII para exhortarlo a la firmeza y salvó a cientos de judíos escondiéndolos, en Leópolis, en los sótanos de la basílica de San Jorge y en los de su propia casa.

La historia del judaísmo y de Ucrania ha tenido, sin duda, su cara oscura. Pero también tiene su parte de luz, que se encarna, como siempre, en nombres. El de Volodímir Zelenski, hijo de una familia judía de Kryvyi Rih diezmada por la Shoá, y que, tres cuartos de siglo más tarde, en una Ucrania visiblemente redimida, se convirtió en el jefe de Estado más votado del mundo libre.

Los de Igor Pobirchenko y Anatoliy Shapiro, esos dos tanquistas del primer frente ucraniano del Ejército Rojo que tuvieron el temible privilegio de ser los primeros en cruzar las puertas del campo de Auschwitz y, por tanto, en liberarlo.

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O el de aquel obispo uniata, Andrey Sheptytsky, que también tuvo su parte de sombra, pero que, con algunos de sus feligreses, logró que Galitzia no fuera solo una tierra de sangre y un cementerio para los judíos.

Una razón más para la gran emoción que me embarga al recibir esta cinta de manos de James Temerty y Boris Lozhkin, presidentes respectivamente del Ukrainian Jewish Encounter y de la Jewish Confederation of Ukraine.

Allí están presentes sacerdotes ortodoxos y rabinos. Veteranos de las FDI voluntarios en el Donbás. La embajadora Oksana Markarova dialogando con William Daroff, de la Conferencia de Presidentes. El vínculo ha sido restablecido.

Y se reafirma, bajo los dorados del Capitolio, la alianza judeocristiana por la que he abogado desde mis comienzos.

Está bien.

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Pero estamos en 2025, en un momento en que el presidente estadounidense amenaza con abandonar a Ucrania. Y (cosa rara) es ante el Congreso de los Estados Unidos, santo de los santos de la democracia, donde se lleva a cabo la ceremonia y donde pronuncio mi discurso de aceptación.

Tengo ante mí una audiencia de congresistas de ambos partidos. Y, con particular atención a los republicanos, tradicionalmente antisoviéticos, luego hostiles a Rusia y hoy desconcertados por las posturas de Trump, digo, en esencia, lo siguiente:

Acabo de regresar de Ucrania. Filmé a viejos soldados derramando lágrimas discretas cuando, desde el fondo de su trinchera, vieron a su presidente ser humillado por el suyo en ese Despacho Oval que, para ellos, es el templo de un credo americano cuyos valores comparten.

Y he visto Pokrovsk vacía, donde el ejército ucraniano sigue conteniendo a los rusos.

Estuve en Toretsk, donde recuperan los pueblos que los rusos se jactan de haber conquistado.

Y estuve en Sumy, que (a pesar de los Grad, de las oleadas de norcoreanos drogados con captagón y de los drones que, cuando el cielo está despejado, lo ennegrecen) sigue viviendo, gracias al ejército, como una orgullosa metrópoli.

El ejército ucraniano está menos desmoralizado que el ejército ruso. Es un ejército, por usar las palabras de su campeón, no de perdedores, sino de ganadores.

Y bastaría con que un puñado de ustedes recordara lo que fue, en tiempos de George Washington, de Ronald Reagan o de John McCain, su Gran Partido Viejo para ayudar a Zelenski a ganar de verdad.

Un puñado, sí.

Basta con que cinco de ustedes, sólo cinco, si tuvieran que elegir entre la justicia y su presidente, elijan la justicia, y Ucrania estaría salvada porque una mayoría bipartidista seguiría votando contra la internacional de los brutos.

En el Capitolio, cada uno debe responder ante su conciencia.