- Al igual que Alfonso Guerra no podía ignorar cómo era posible que el tieso de su «enmano» Juan atesorara dinero como para regalarle un caballo a su hijo, otro tanto cabe con el jefe de «la banda del Peugeot». A Sánchez sólo le inquieta que se rompa la «omertá». Por eso, mantuvo el escaño a su otrora mano derecha, Ábalos
En abril de 1991, en medio del frenesí inversor de la celebración del V Centenario del Descubrimiento de América con la Olimpiada de Barcelona y la Expo de Sevilla como hitos, José Borrell debutó como ministro de Obras Públicas con la ostentosidad del torero que grita «¡Dejadme solo!» para que la plaza se entere, pero quedando advertida la cuadrilla de que no le quite ojo al morlaco. Así, citó a los presidentes de las grandes constructoras y les exhortó a no abonar coimas. Ni qué decir tiene que todos coligieron que les habían subido la derrama.
A los tres años, volvió a la carga en lo que los asistentes interpretaron otro incremento de la iguala. Pero fue un paso más obsequiándoles con el sarcasmo de aconsejarles un código deontológico como si el peaje no les fuera impuesto. Eso sí, Borrell «cuidado con él» se adornó con su toreo de salón y se comprometió a una mayor transparencia sobre el patrimonio de los cargos públicos y la financiación de los partidos. En su brindis al sol, se jactó de que, siendo secretario de Estado de Hacienda, detectó muchas facturas falsas achacables al pago de mordidas, si bien no dio traslado a la Justicia a diferencia de lo que obró con Lola Flores a la que usó como badana de su demagogia. Al ser inquirido sobre por qué no exigió responsabilidades a quienes propiciaron los sobornos, Borrell pegó una larga cambiada: «No los tenía identificados; en cambio, a las constructoras, sí».
Al cabo de cuarenta años, las cosas no han hecho más que empeorar, pues ya pilla entrenados a quienes ejercitan el poder como si fuera el reparto de un botín de guerra. Si a los socialistas de la añada del 82 se les atribuía lo raudo que aprendieron a lucrarse del erario, a los de la «banda del Peugeot» —Ábalos, Cerdán y Koldo escoltando a Sánchez en su retorno a la secretaría general— ya le ha pillado entrenada y le bastó poner un pie en los ministerios para aprovisionarse de mesa tan surtida. Tras llegar a la política con una mano delante y otra detrás, han andado prestos a poner el cazo sin tiempo para ocultar una rebatiña que no podía pasar desapercibido para quienes aguardaban turno.
Al igual que Alfonso Guerra no podía ignorar cómo era posible que el tieso de su «enmano» Juan atesorara dinero como para regalarle un caballo a su hijo, otro tanto cabe con el jefe de «la banda del Peugeot». A Sánchez sólo le inquieta que se rompa la «omertá». Por eso, le mantuvo el escaño a su otrora mano derecha, José Luis Ábalos, amén de testimoniarle que le echaba de menos, así como ratificó como sucesor a Santos Cerdán en el congreso del PSOE siendo de dominio general que se reservaba su «cupo vasco» en la corrupción, como testificó el comisionista Aldama ante el juez. Jugando un sexenio con las cartas marcadas, creen que salieron así de la imprenta de don Heraclio Fournier.
Al borrar la frontera entre la ley y el delito, a la par que busca su impunidad, la «Piovra» (el pulpo gigante que designa a la Mafia) de la corrupción institucionalizada —otro método de crimen organizado— atrapa a la España sanchista merced a una «manga de ladrones» para la que «no se roba a nadie cuando se roba a todos». Al no ponérsele freno, la corrupción se reproduce como la mitológica Hidra de Lerna, el monstruo marino con aspecto de serpiente y aliento venenoso, que multiplicaba sus cabezas cada vez que se las cortaban hasta que Heracles puso remedio cauterizando las heridas. Pero Sánchez, al no poder ser cirujano de sí mismo, llena de lodo la bandera, hecha jirones, anticorrupción con la que se aupó mendazmente a la Presidencia. En lugar de cortar de tajo la corrupción, vio en ella un atajo.
Si de veras Rajoy hubiera caído porque los españoles estaban hartos de la corrupción, así como las fuerzas que respaldaron la moción de censura, Sánchez ya estaría fuera de la Moncloa teniendo a su «consuerte», a su «hermanísimo» y a sus colaboradores camino del banquillo como adelantados de su mismo destino. Empero, a un alto porcentaje de votantes que antepone el «quién» al «qué», les importa una higa favoreciendo que siga en el machito el presidente más corrupto desde la restauración democrática. Conforme al cínico aforismo del escritor galo Frédéric Beigbeder, «no hay que tratar al público como si fuera tonto ni olvidar nunca que lo es»
Llegado este punto, cobra sentido la pregunta que traslada, en su libro de reciente aparición «La Justicia encadenada», el expresidente de la Sala II del Tribunal Supremo, Manuel Marchena, sobre los suplicatorios a los aforados. No habiéndose denegado antes por las Cortes ninguna petición del Tribunal Supremo, el juez del juicio al «procés» confía en que la deslegitimación del Alto Tribunal por quienes le acusan de politizar sus resoluciones («lawfare») no sirva para mudar de criterio y blindar la impunidad de políticos imputados. Estremece, desde luego, que, «en función de las mayorías y los acuerdos estratégicos, haya diputados acorazados frente a su procesamiento». No en vano hay encausados como el presidente de la Diputación de Badajoz, Miguel Ángel Gallardo, quien colocó a dedo al hermanísimo, que han corrido sin gallardía, como rata por tirante, a aforarse. Ya Chaves y Griñán se aforaron y desaforaron jugando con la Justicia en el sumario de los ERE.
Con respecto a una eventual no concesión del suplicatorio a Sánchez para evitar ser juzgado, nadie pondría la mano en el fuego por «Il Divo», evocando el título que Sorrentino asigna a Andreotti en su película sobre la Italia de «Tangentópolis», en función de cómo retuerce las leyes a su capricho, mientras tiende cortinas de humo y convierte en juguete roto a concursantes eurovisivas que soñaron con ser divas en un país en el que no hay más divo que quien se supone con derecho a decidir que es moral e inmoral, legal e ilegal. Aun así, todo es para siempre hasta que deja de existir un día en el que los españoles —incluidos los socialistas— hallarán lógica la consunción del sanchismo. De momento, aquello que se intentó minusvalorar rebajándolo a «caso Koldo» ya es «caso Sánchez» después de gozar, como los parásitos de «Los miserables», de Víctor Hugo, de la alegría de sentirse irresponsables y de poderlo devorar todo sin inquietud.