Ignacio Camacho-ABC
- El vasallaje de las instituciones a la disciplina partidaria se ha convertido en una anomalía orgánica de la democracia
Para que Sánchez tenga su legislatura, Puigdemont ha de tener su amnistía antes del verano. Todo chantaje incluye su plazo y la paciencia del prófugo se está acabando al cabo de un año. Así lo ha hecho saber a los intermediarios del presidente –Zapatero y ese Santos Cerdán cuyo futuro tiene la UCO entre manos– para que el Constitucional no se demore en cumplir su parte del encargo. Conde Pumpido tiene a sus letrados trabajando a destajo. La sentencia sobre los recursos ha de salir antes de las vacaciones, en junio mejor que en julio, y el sentido favorable del veredicto está descontado; podría haber alguna pega menor, ciertas objeciones de letra pequeña para tratar de cubrir las apariencias, pero sería una sorpresa mayúscula que el líder de la sedición separatista no recibiera vía libre para su vuelta. Entre otras razones, porque a fin de cuentas la ley está inspirada en la doctrina constructivista de quienes han de otorgarle su venia.
Otra cosa es que el Tribunal Supremo, encargado de aplicar el fallo en el caso concreto del fugitivo, vaya a darse por vinculado al criterio de no esperar la resolución de las cuestiones prejudiciales –cuatro en total– planteadas por diversas instancias ante el máximo órgano judicial europeo. Se avecina otra colisión de fueros, esta vez con Estrasburgo de por medio y con la estabilidad del mandato sanchista en el alero. Este debate es, desde el principio, sobre el concepto mismo de la supremacía del Derecho frente a la voluntad cambiante y caprichosa de un Gobierno dispuesto a alquilar tiempo de poder a cambio de alteraciones sustanciales del ordenamiento. El problema más grave es que ese inédito acto de simonía política ha terminado de liquidar el crédito de la justicia al convertir en meras terminales gubernativas al intérprete de la Constitución y al titular de la Fiscalía. Y que pasará mucho tiempo antes de que los ciudadanos recuperen la confianza perdida.
Esa clase de corrupción es mucho peor que la privada. Hace menos ruido y es más difícil de comprender por su complejidad, pero siembra un recelo social que extiende la suspicacia sobre los mecanismos de salvaguarda democrática. La apariencia de imparcialidad de las instituciones ha quedado destruida, enterrada bajo una espesa capa de arbitrariedad partidaria. Y lo peor es que esa anomalía empieza a contemplarse con la naturalidad de una disfunción orgánica. La opinión pública ha digerido la amnistía con insólito conformismo, con la tolerancia de una costumbre, con la resignación de un vicio reprochable pero asumido. Y ya nadie, empezando por Puigdemont, espera que el TC haga otra cosa que amoldarse al designio del Ejecutivo porque todo el mundo da por sentado que se trata de otra estructura más a su servicio, una especie de departamento ministerial de asuntos jurídicos. Con razón, porque eso es exactamente en lo que se ha convertido.