Bernard-Henri Lévy-El Español
  • A veces, el cine alza la voz. Da señales de vida y esperanza. Arde. Acusa. Y Cannes es su lugar

¡Bosnia! (1994)

Mi película sobre el sitio de Sarajevo. Fue rodada, con Alain Ferrari, en las horas más oscuras de la tragedia bosnia. Y llega a Cannes en un momento en que el mundo libre no sabe si debe resistir o traicionar.

Recuerdo, en la sala Buñuel del Palacio de Festivales, a Michel Rocard y Daniel Toscan du Plantier.

André Glucksmann y Romain Goupil dialogando con mi padre.

Francis Bueb y Gilles Hertzog imaginando un Centro André-Malraux en Sarajevo.

Samir Landzo, primer asistente y personaje de la película, que vino, con otros combatientes del frente de Donji Vakuf, a verse tal como yo lo vi, en ese espejo sin azogue tendido en el corazón de la noche, que era, en aquella época, una cinta de película.

La proyección termina. Cannes se emociona. Cannes aplaude. Como en mayo del 68, como en otros momentos de su historia, la magia de Cannes opera y nace una lista para las elecciones europeas que se llamará Lista Sarajevo.

Un instante, un instante breve, ¡pero tan hermoso! solo se ve la luz. Jean-Luc Godard escribe un poema y me lo dedica. Gracias, Cannes.

El juramento de Tobruk (2012)

Marc Roussel y yo filmamos una primavera libia desmintiendo los malos pronósticos de quienes decían: “la libertad es para los occidentales, nunca se levantará un pueblo árabe para soñarla y tratar de encarnar su quimera”.

Con François Margolin, mi productor, hicimos venir a actores de ese despertar.

Invitamos, para transmitirles la llama, a dos opositores liberales del dictador sirio Bashar al-Ásad. Tienen el rostro cubierto. Una prefecta pretende impedirles la entrada por las escaleras rojas, argumentando que no se entra al Palacio con la cara tapada.

¡Objeción, señora prefecta! Si estos hombres se desenmascaran, serán identificados por la dictadura y pondrán en peligro a sus familias en Damasco.

Usted tiene dos opciones: tolerar sus rostros cubiertos con una bandera de la Siria libre, o prepararse a recibir a sus ocho hijos (cuatro cada uno), a quienes estaría condenando con su obstinación. Dos banderas o ocho visados, esa es la cuestión.

Ella cede. Ellos entran. Y la fraternización tiene lugar bajo la mirada amistosa de Thierry Frémaux.

Peshmerga (2016)

¿Éramos muchos, en esa época, los que sabíamos exactamente qué era un peshmerga?

¿Y esos combatientes que “enfrentan la muerte” y acostumbran decir que “sus únicas amigas son las montañas” habían sido ovacionados alguna vez así?

Están allí, codo a codo, los comandantes de los frentes sur y norte. Representantes de los dos clanes rivales, talabani y barzani. Combatientes hombres y mujeres. Un kurdo sirio. Amigos históricos de este pueblo indomable que, casi solo, combate a Daesh.

Y el equipo (más o menos el mismo) de una película que los siguió conmigo, durante meses, en su ascenso a lo largo de una línea de frente que comienza en la frontera iraní y termina en los montes Sinjar.

Sangre, fuego, gritos.

Heroísmo y resistencia.

Ese extraño perfume que, a veces, permite decir “nosotros”. Como en 1936. Como en la Liberación, con La Batalla del Ferrocarril. Como, más tarde, con Jafar Panahi y los cineastas iraníes encarcelados.

Cannes, una vez más, funcionó como una formidable caja de resonancia.

2025. Martes 13 de mayo. Día de apertura del Festival.

Es con Nuestra guerra, último episodio de nuestro Cuarteto ucraniano, que, por cuarta vez, junto a mis camaradas, regreso a Cannes.

También se proyectan, como parte de esa misma jornada de homenaje a Ucrania, un bello retrato de Zelenski por Yves JeulandLisa Vapné y Ariane Chemin, y el ya legendario 2.000 Meters to Andriivka de Mstyslav Chernov.

Una de dos.

O bien el humo blanco de la diplomacia dice la verdad, la guerra está a punto de resolverse y nuestras películas se perderán en un rincón de cielo despejado sobre la Croisette y sus guirnaldas.

O bien todo eso no es más que un espejismo, una historia falsa, apenas un tiempo suspendido, sólo la guerra tropezando y Putin jugando con nosotros.

Y me habré alegrado de que, entre los mármoles del Palacio, se deslicen las nieves de Pokrovsk, los matorrales helados y listos para arder de los frentes que filmamos, los rizos de hielo petrificados en la cabeza de los soldados con los que compartimos la vida, los perros negros que ya no ladran, el general en jefe Syrsky y su voz siempre serena, las vidas heroicas y oscuras de los hombres de primera línea (un sonoro “Slava Ukraini”, un atronador “Heroyam Slava”, en la apertura del festival más bello del mundo).

A veces, el cine alza la voz. Da señales de vida y esperanza. Arde. Acusa. Filma, como aquí, en Nuestra guerra, a un general-valiente torturado; a una enfermera que curaba a los vivos e incluso a los muertos de Mariúpol; a Serguéi y Bogdan, mis amigos, mis hermanos de alma y de armas del espíritu, que me salvaron la vida; escucha a Mykolaï Sierga, el hombre que, como Slava Vakarchuk, alma de Ucrania y música de mis películas, canta en los frentes para que allí resuene un poco de alegría.

Entonces se eleva el clamor de los vivos en suspenso que se levantan, y las ocarinas de la derrota que se resiste.

Y entonces, Cannes es aún más grande.