- Es un hombre de poder, conoce su naturaleza y sabrá cómo ejercerlo. Pero es necesario obtenerlo en las urnas, sumar, convocar voluntades, para lo que habría que evitar que los suyos le pongan palos en las ruedas
Feijóo no salió de su aldea, donde era el rey Midas electoral, solo para llegar al poder. Lo hizo para una meta mayor, que consiste en devolver la igualdad de derechos a los españoles, derechos asesinados a pachas por la ambición enfermiza de un político y la xenofobia de sus costaleros. Llegó a Madrid no únicamente para devolver la paz interna tras el tsunami de Casado, sino para restaurar la serenidad institucional al aparato del Estado y para hacernos mejores a los que Pedro Sánchez nos ha hecho peores. Desde luego, el suyo es un destino mucho mayor que el simple poder. Pero sin ese poder, no habrá empresa que conseguir. Por ello, lo primero que toca es que el presidente más nocivo de nuestra historia recoja el colchón de Moncloa que cambió nada más llegar y lo lleve a un somier de alguna capital europea donde aspira a medrar en un cargo internacional. Y el único que puede obligarle a la mudanza se llama Feijóo. Solo o en compañía de otros. Pero Feijóo.
Y ese gallego de Os Peares no tiene el don de la bilocación. Desde el flanco derecho se le reprocha que no tiene arrestos para dar la estocada a Sánchez, que se parece demasiado a Rajoy, que no tiene liderazgo, que está lleno de complejos, que olvida la batalla cultural —batalla que algunos confunden con el dogmatismo; el suyo, claro. Quizá alguien podría explicar qué liderazgo tenía Aznar cuando desbancó por 300.000 votos a Felipe, o Rajoy cuando obtuvo mayoría absoluta frente a Zapatero (después de una brutal campaña en su contra de acoso y derribo por medios de derechas y parte de su partido), o Ayuso en sus albores, o Juanma Moreno antes de acabar con el régimen socialista de los ERE, o Almeida en el Madrid de los Ayuntamientos del cambio. Los mismos que entonces no daban medio euro por ninguno de ellos, siguen golpeando el clavo de la debilidad del líder de Génova.
Y al otro lado están los que abogan por que el presidente del PP se diluya con el paisaje, se convierta en un bulto sospechoso. Que olvide la batalla por los principios y borre los perfiles ideológicos de la derecha para conquistar a los que votan a Génova, tapándose la nariz, desde el centro, con cierto asquito, los mismos que les parece un desatino cargar las tintas contra el sanchismo y les gustaría que la oposición del primer partido de España fuera un remedo del té de las cinco en Buckingham. Entre estos están normalmente los electores de izquierda que maldita la gana que tienen de que Feijóo llegue a Moncloa, pero que se han autotitulado jueces sumarísimos de la estrategia popular. Aquí los tertulianos de Sánchez echan horas extras.
Sin embargo, yo creo que lo mejor que puede hacer Feijóo es no hacer caso ni a unos ni a otros. De cara al Congreso extraordinario de julio puede abrir un debate de ideas, actualizar su ideario, abordar asuntos incómodos como el de la inmigración, la vivienda, la corrupción, la educación o las relaciones con la América de Trump, proponer una hoja de ruta atractiva, pero no abrir en canal sus siglas porque las carcajadas de Pedro y Bolaños se van a oír más allá del Palacio Real de Rabat. Curiosamente estos días se reproducen —e irán a más— los viejos esquemas del cónclave de Valencia de 2008. El líder gallego (cambien a Rajoy por Feijóo) es un sucedáneo socialista pero más liberal; no tiene programa que ilusione y solo ofrece mejor gestión; hay otra lideresa que lo haría mejor que él (cambien aquí a Esperanza Aguirre por Díaz Ayuso). Todo está inventado por los mismos que a base de mirar su dedo olvidan la luna.
Tres años después, aquel líder pusilánime (según las crónicas de la época) de apellido Rajoy gano por mayoría absoluta a un Zapatero abocado a recortar sueldos públicos, pensiones y agachar las orejas ante Obama y la UE. Hoy la meta es mucho más difícil porque ni siquiera el deterioro imparable del sanchismo, los escándalos de corrupción que cercan al presidente y sus tics autoritarios son suficientes para mandarlo a casa -ni las encuestas independientes lo dan por muerto- porque a diferencia de entonces, el actual presidente es capaz de pactar con toda la excrecencia parlamentaria para mantenerse en el poder y solo respira por una herida: que jamás gobierne la derecha.
A un buen puñado de españoles de una orilla y otra le gusta ponerse en los zapatos del líder del PP, tanto como investirse, desde el sofá, seleccionador nacional de fútbol. Mas no hay varita mágica: en Europa todos los partidos de izquierda van cayendo en las urnas, los últimos los alemanes y portugueses, si bien con datos muy ajustados por la desunión de la derecha. Como en España. Atinar con el discurso propio sin someterse a los dictados de otros —ni siquiera de Vox, aunque sus tres millones de votantes son muy respetables y por supuesto fundamentales para una futura alternancia— es labor compleja, pero no imposible. La cita de julio desatará los demonios de la derecha y de sus arúspices, convencidos de que tienen la receta magistral para desalojar a Sánchez.
Feijóo es un hombre de poder, conoce su naturaleza y sabrá cómo ejercerlo. Pero es necesario obtenerlo en las urnas, sumar, convocar voluntades, para lo que habría que evitar que los suyos le pongan palos en las ruedas; ya es suficiente con los que la autocracia en ciernes socialista le coloca desde todos sus resortes de poder. Darle a la España del 78 el estadista que necesita es el objetivo. Jugar al ombliguismo, tan propio de la derecha sabelotodo, solo puede abocar a la melancolía. O a malgastar la última oportunidad que nos queda de aplaudir otra fumata blanca, esta vez en cielo español.