José María Ruiz Soroa-El Correo

  • Al haber puesto el ‘suelo autonómico’ común tan alto, la única forma de distinguir a las naciones es concederles poderes exorbitantes

Mi admirado amigo Francesc de Carreras escribe un interesante artículo acerca de la difundida opinión (manifestada en el caso concreto por el ministro Bolaños) de que en la Cataluña actual se ha producido ya una «normalización política, institucional y social» que la aleja de los tiempos insurreccionales del ‘procés’. Pone de relieve Carreras que esta opinión, por generalizada y cómoda que resulte, no tiene en cuenta un hecho capital para poder hablar de normalidad: en Cataluña no se cumplen hoy las leyes vigentes en materia lingüística, ni las decisiones de los tribunales, ni se permite la expresión pública de ideas ajenas al nacionalismo en la esfera pública, ni se financia a los movimientos sociales equitativamente… y un largo etcétera. El Estado de Derecho rige, pero con excepciones, y tal cosa no es ‘normal’.

Siendo patentemente cierta, la crítica del profesor induce al lector a ampliar el angular y analizar el camino que lleva Cataluña dentro de la general reestructuración del Estado que se está verificando sin necesidad de reforma constitucional alguna, mediante simples ‘mutaciones’ amparadas en legislación ordinaria. Un camino cuya meta es, no descubro nada, el estatus ya asentado del País Vasco y Navarra, que podría académicamente definirse como ‘confederativo’. Y que está integrado por los siguientes poderes (competencias) en incesante ampliación.

Primero, una extensión del autogobierno tal que hace desaparecer el rostro y acción del Estado del territorio afectado. Segundo, el acuerdo apócrifo de que el gobierno regional será dirigido por las élites nacionalistas, gozará de amplias facultades para aculturar a sus poblaciones en la identidad nacionalista, podrá imponer un estatus de lengua preferente a la vernácula, y gozará de una financiación peculiar y más favorable que la del resto del Estado, con autonomía para diseñar su fiscalidad. El único punto en liza y abierto de esta peculiar ‘confederalidad’ es el derecho a separarse, cuya posibilidad se mantiene como símbolo, aunque aplazado en su ejecución por la realidad cotidiana.

Que tal estatus es el que se impone ya con relación a Euskadi, y que se impondrá con Cataluña, resulta ser una consecuencia bastante obvia del defecto esencial que tenía el diseño del Estado autonómico federalizante de 1978: en concreto, el hecho de que permitía gozar del mismo núcleo de autogobierno a todas las comunidades, tanto las propiamente naciones como las simples regiones. Una igualación que las naciones verdaderas (que lo son aquellas que poseen un sistema de fuerzas políticas relevantes propio y diverso del general del Estado) no han tolerado al final. Cada una por su vía, lo cierto es que las Euskadi y Cataluña nacionalistas se han negado a la igualación y han conseguido/van a conseguir elementos de distinción que encarnan simbólica y prácticamente su condición nacional. Hasta cierto punto, era un deslizamiento previsible.

Lo que sucede es que, al haber puesto el ‘suelo autonómico’ común tan alto, la única forma de distinguir a las naciones de las regiones ha resultado ser la de concederles poderes exorbitantes para una federación que -y este es el problema para una democracia liberal- en notable medida atentan contra principios básicos del diseño normativo de un Estado de Derecho. En concreto, las facultades de aculturación nacional de la población chocan con los derechos de la personalidad y de su desarrollo libre (libertad de identidad). Y la financiación privilegiada viola el derecho a la igualdad de trato de los ciudadanos ante el Estado.

En este sentido, la ‘normalización’ de Cataluña (como sucedió ya con la del País Vasco hace años) conlleva inevitablemente una puesta entre paréntesis de ciertos extremos del Estado de Derecho, que no regirán en tales territorios. Enredarse en querellas o discusiones terminológicas sobre el ‘federalismo’, la ‘confederación’, la ‘autonomía’ o la ‘nación de naciones’ es propio de quienes quieren ocultar con una sopa de letras el meollo del asunto: la transferencia de facultades exorbitantes cuyo uso afecta a derechos liberales básicos.

Esto y, además, el dato de que el Estado resultante funcionará peor al incorporarle tales ‘asimetrías’: toda organización compuesta soporta un grado ‘x’ de complejidad, superado el cual funciona en déficit y sería mejor, bien romperla en sus partes, bien uniformarlas totalmente. Es de pensar que el Estado español se está adentrando en esa zona deficitaria, porque al final la normalización a la hispana no es tan normal como se cree, sino más bien exótica en el mundo de los Estados.