Ignacio Camacho-ABC
- La resistencia de Sánchez pone a prueba la capacidad de respuesta del sistema ante la ruptura de sus reglas
Es bastante probable que los tribunales acaben procesando y abriendo juicio a Ábalos, a Begoña Gómez, a David Sánchez y al fiscal general del Estado, aunque unas eventuales condenas, de producirse, quizá no lleguen a sustanciarse durante este mandato. Es seguro, en cambio, que aflorarán más escándalos. Pero salvo algún acontecimiento de veras excepcional, y quizá ni aun así, el Gobierno no va a convocar elecciones con sus expectativas cuesta abajo, y no hay ningún indicio razonable o verosímil de que la mayoría negativa que lo eligió para cerrar el paso a la alternancia haya pensado en retirarle el apoyo parlamentario. Sánchez estirará la legislatura el mayor tiempo posible para demorar su barruntado fracaso llenando la escena pública de su propio barro.
La clave de la resistencia sanchista consiste en haber encontrado los puntos vulnerables de la estructura democrática. Si Trump ha podido saltarse a trancas y barrancas las pautas de la organización política americana, basada en la necesidad preventiva de proteger a los ciudadanos de las desviaciones autoritarias, a su émulo español le ha costado mucho menos trabajo colarse por las grietas de una Constitución elaborada sobre un pacto fundacional de confianza cuyos firmantes dejaron abiertas algunas cláusulas para preservar el consenso y crear un marco amplio de mutua tolerancia. El aventurerismo sin escrúpulos era un peligro impensable en aquella España empeñada en abrir una nueva etapa.
Esa mezcla de perplejidad y de impotencia en que se mueve la oposición y se desalienta el electorado de la derecha se debe a la dificultad para reaccionar ante la ruptura sistemática de las reglas. La falta de pudor del presidente para rechazar cualquier límite o contrapeso de su voluntad, y su determinación de atacar a toda institución que se atreva a funcionar por su cuenta, han pasado de provocar estupor a sumir a buena parte de la sociedad en una especie de estado de catalepsia. La ausencia de honorabilidad y la quiebra del principio de legalidad sin consecuencias dejan la amarga, inquietante sospecha de que la democracia carece de respuestas para combatir su degeneración ética.
El designio gubernamental es aguantar. Atrincherarse. Pase lo que pase y caiga quien caiga, que no caerá nadie porque las renuncias no forman parte de ninguna hipótesis contemplable. Aguantar hasta que la tormenta escampe –que tampoco escampará– y ver si hay margen para lanzar algún contraataque algo más eficaz que el de la mamporrera de Cerdán y los bulos divulgados por el ejército de ‘bots’ en las redes sociales. Aguantar a ver si los adversarios se desesperan o se cansan de desahogarse en la calle. Aguantar con toda clase de tretas para retrasar o invalidar los procesos judiciales. Aguantar a despecho de todo y de todos porque no es sólo el poder lo que están jugándose, sino la posibilidad de acabar en la cárcel