- De repente los deportes femeninos se llenaron de tíos que se llamaban Concha, y vimos cómo el neofeminismo enarbolaba una extraña bandera: que cualquiera pudiera convertirse en mujer por obra de otro hechizo, cierta frase pronunciada ante un funcionario del Registro Civil
¡Abracadabra! Articulan la palabra identidad y aparece una nueva discriminación, que llamarán positiva. Como si las discriminaciones no beneficiaran siempre a alguien. Al privilegio le llamarán derecho, y si una comunidad se pone muy pesada y desleal, le atribuirán carácter histórico. Ya sé que no tiene el menor sentido, ya sé que nada se colige, ya sé que non sequitur, me limito a contar el hechizo. Para entender el lenguaje de la burbuja hay que perder el vértigo: ingrávido, nada lo ata a la tierra, al mundo, a la lógica. Así, Castilla, troceada para disimular su grandeza, carece de historia pues no se queja. Oponer a esta íntima convicción de la burbuja dinastías, océanos o idioma universal de nada servirá.
¡Abracadabra! Gritan pacifismo y puedes prepararte para la multiplicación de los males de la guerra. Qué cándido atractivo presentan las adscripciones a lo obvio. Todos queremos paz, claro. Nadie puede desear la guerra, claro. Ambas cosas son falsas. El sometido, el perseguido, el escarnecido a menudo solo tienen a su disposición la guerra justa, la guerra incluso que se sabe perdida, pero que debe librarse para no acabar como el conservador inglés de aquella feliz cita, que era demasiado cobarde para luchar y demasiado gordo para salir corriendo. ¿Huyes o luchas? Ni lo uno ni lo otro; me quedo aquí quieto para que me maltrates y me humilles. ¿Se imaginan? Yo no necesito imaginármelo porque conozco demasiado esa variedad catalana. Volviendo a quienes agitan la bandera del pacifismo, oh, sorpresa, suele tratarse de personajes de lo más violento. El pacifismo no lo esgrimirán nunca ante afrentas sufridas por ellos, solo cuando no quieren que los enemigos de sus amigos se defiendan.
¡Abracadabra! Hablan de género para ganarse la vida con algo que no exija mucho esfuerzo, y con razón tú te preguntas qué tendrá que ver. Cuando empezó a expandirse la magia negra que ha trastornado a nuestras sociedades, arrojándolas desde lo alto de la ilustración (una luz oscura) al fondo de la superstición nominalista (una oscuridad absorbente), a uno le desconcertó el cambiazo en los formularios. Di en insistir con inútil tozudez: género es una categoría gramatical y sexo es genitalidad. Un vaso no tiene pene. Etc. Mientras, peligrosos lectores de un solo libro impartían irritantes lecciones sobre construcciones culturales. La magia nos destrozó. De repente los deportes femeninos se llenaron de tíos que se llamaban Concha, y vimos cómo el neofeminismo enarbolaba una extraña bandera: que cualquiera pudiera convertirse en mujer por obra de otro hechizo, cierta frase pronunciada ante un funcionario del Registro Civil.
La lista de encantamientos es tan larga, las consecuencias de canonizar la superstición tan calamitosas, que esta columna debería continuar con un libro. Algo exhaustivo. Somos la tripulación de Ulises convertida en piara de cerdos, somos los zombis de la primera peli de Romero, los vecinos de ‘La semilla del diablo’. Todo por unas fórmulas que he recogido en un cuaderno y he guardado en el último cajón, bajo llave.