Editorial-El Mundo
El pasado viernes, Donald Trump escenificó el divorcio amistoso de Elon Musk. El presidente se deshizo en elogios hacia el CEO de Tesla y Space X durante la comparecencia en el Despacho Oval en la que se oficializó su cese, para intentar demostrar que su relación seguía siendo amistosa pese a su salida del gobierno.
Pero esa aparente cordialidad se ha ido desvaneciendo aceleradamente hasta escalar hacia una guerra abierta y total.
Este jueves, el empresario y el republicano se han enzarzado en un crescendo de reproches, con el primero acusando al segundo de «ingrato», y el segundo respondiendo al primero con una acusación de haberse vuelto «loco». y amenazando con rescindir los contratos federales con sus compañías.
En esta lucha de egos heridos entre el hombre más rico del mundo y el más poderoso, Musk ha subido la apuesta: ha acusado a Trump de figurar en los papeles de Epstein, el caso de la red de pederastia que involucró a personas influyentes, asegurando que tal es la razón de que no se haya hecho pública la lista de participantes en esas fiestas de tráfico sexual de menores.
Durante meses se fueron haciendo patentes las desavenencias que existían entre el tecnoligarca y el populista, por lo que su dimisión como supervisor del Departamento de Eficiencia Gubernamental (DOGE) estaba más que cantada.
Sin embargo, lo que comenzaron siendo críticas comedidas al megaproyecto fiscal y presupuestario de Trump fueron ganando intensidad a partir del pasado martes. Este proyecto de ley fue el detonante de su abandono del cargo de empleado gubernamental especial, al que Musk tildó en su anuncio de despedida de «decepcionante» por «socavar» su trabajo como asesor de eficiencia.
Aunque lo que realmente habría desairado al billonario es el recorte previsto en la nueva legislación a los créditos fiscales para la compra de vehículos eléctricos, que beneficia a fabricantes como Tesla.
Pero el motivo fundamental de la ruptura es el deseo de Trump de quitarse de encima el lastre que ha llegado a suponer para él Musk.
Porque no es sólo que Trump, que no puede volver a presentarse a las elecciones, ya no necesite el apoyo financiero de Musk, sino que el magnate se ha convertido en un activo tóxico para el Partido Republicano.
Es lo que se constató en las elecciones del pasado 2 de abril, para determinar la composición de la Corte Suprema de Wisconsin, en las que salió derrotado el candidato republicano por quien Musk hizo campaña.
Y es que, si bien Trump goza de popularidad (cada vez menos) entre parte de los estadounidenses, no así su mayor valedor. Sus toscos planes de recortes de gasto público han soliviantado a muchos sectores de la Administración estadounidense, y se ha vuelto muy antipático a ojos de los votantes por su pretensión de desmantelar Medicare o la Seguridad Social.
De «decepcionante», Musk pasó a calificar el proyecto fiscal de Trump de «abominación repugnante» que provocará una «montaña de gastos repugnantes» e innecesarios y un incremento de la deuda.
Y después de que el presidente se haya mostrado a su vez decepcionado con las críticas de Musk a su plan fiscal, Musk ha sacado la artillería pesada: «Sin mí, Trump habría perdido las elecciones».
Más allá de afearle su ingratitud por el apoyo fundamental que le brindó para su campaña, ¿qué quiere decir realmente que Trump no habría ganado las elecciones sin él?
¿Acaso está viniendo a confesar que alteró los opacos algoritmos de su plataforma de comunicación masiva para propulsar el alcance de los mensajes políticos de la campaña de Trump? ¿O, incluso, que permitió la circulación de fake news favorables para su candidato?
Pero, sobre todo, resulta incierto cuál será el alcance para la política estadounidense y mundial de la «gran bomba» que ha soltado Musk. Y hasta qué punto podrán sustanciarse la gravísima acusación que ha vertido sobre su hasta hace no tanto alma gemela, que de revelarse auténtica supondría el fin de la carrera de Trump.