- No hay coartada ya ni excusa. Todos cuantos se avengan a cerrar los ojos ante lo que se nos viene encima serán cómplices. Ni siquiera de una dictadura. Ni siquiera de un partido totalitario. De una partida. De delincuentes. Sólo
Digámoslo sin adornos. Más nos vale. España está hoy gobernada por delincuentes. Habremos de pagar todos el precio de eso. Lo estamos ya pagando. No sólo en el torrente de dinero que ha sido —que es— tragado por el gran sumidero mafioso que succiona las finanzas públicas. Un saqueo que ni siquiera se contuvo ante el contrabando y la especulación con material sanitario en tiempos de masiva mortandad pandémica. Y que no se retiene ahora ante el despliegue metódico de las artes supremas del gran bandidismo: soborno, chantaje, amenaza…
Pero no es sólo dinero. Está en juego la dignidad básica de un país que no puede resignarse a ser humillado y ofendido de esta manera. Conviene no olvidarlo: la trama de corrupción gansteril, que ahora emerge ante los ojos de todos, se blindó especulando con el tráfico de mascarillas durante aquellos meses de 2020 en los que los indefensos ciudadanos morían a miles en el más completo desamparo. No, no es picaresca más o menos cómica de un erotómano vivaqueando en los presupuestos públicos. No sólo. Es crimen. Crimen mayor, en los tiempos más amargos que hubieron de vivir los ciudadanos de una España bajo la potestad de notorios desalmados. Pero, de verdad, ¿hemos olvido ya la cifra de los muertos sobre los cuales la prosperidad de tanta de esta gente fue alzada?
Conviene no olvidarlo. Aldama y Leire Díez no son un par de payasos para regocijo de telespectadores prendidos en el espectáculo de su rebatiña infame ante las cámaras. Han sido ambos, ambos, agentes cualificados de la mafia que gobierna y que aspira a hacerse ahora con el control total de la Fiscalía.
De esos dos, el primero, Víctor Aldama, hizo sustanciosa fortuna abonando escrupulosamente la cuota que los camorristas le impusieron para poner pista de despegue a sus negocios. También, echándole una mano, cuando fue conveniente, a una cónyuge de Capo bobamente alucinada por el capricho milagroso de verse mutada en catedrática sin previo paso por vulgar licenciatura. Ni por prosaico doctorado, aunque fuera a la holgada manera de su esposo.
La otra, la «periodista de investigación» Leire Díez, viene del cargo bien pagado para el cual la designó la tribu. Con una designación tan a dedo y tan impecable como la de la esforzada asistente sentimental de Ábalos; aunque es de suponer que con mejor sueldo.
A Díez, la colocaron en Correos. Y uno entiende por qué Correos, aquella institución modélica que un día conocimos, ha podido naufragar en este vertedero incompetente que hemos de sufrir ahora. En sus conversaciones «investigadoras», la «periodista» monclovita ofrece a sus delictivos interlocutores impunidad penal a cambio de materiales eficientes para el chantaje. Da igual si son verdaderos o falsos: basta con que puedan ser presentados por los altavoces amigos como verosímiles. Impunidad, a cambio de acusar de corrupción económica a los mandos de la UCO. Impunidad a cambio de simpáticos vídeos que exhiban la vida sexual de fiscales remisos a la reverencia… ¿Se llama a eso soborno? ¿O su nombre es chantaje? Ambos. Y, si conviene inventar un clamoroso magnicidio, pues se inventa. Tampoco vamos a cortarnos por una nadería así.
No, no es ésta la corrupción de siempre: la que hemos conocido desde el inicio mismo de la democracia. Aquella era un vicio que acecha siempre a la política. Y frente al cual pueden los ciudadanos recurrir —aun cuando no siempre con éxito— a los tribunales de justicia. Esto de ahora no tiene de política ni el vago barniz. El Estado se ha ido pudriendo. Y es ahora un desmoronado montículo de estiércol. Una banda de forajidos ha tomado el control de lo que ve como herramienta sinigual de dominación y enriquecimiento.
La operación está a punto de cerrarse. Su última pieza será la nueva ley del poder judicial, a través de la cual la banda planifica tomar el control total de los tribunales. No hay coartada ya ni excusa. Todos cuantos se avengan a cerrar los ojos ante lo que se nos viene encima serán cómplices. Ni siquiera de una dictadura. Ni siquiera de un partido totalitario. De una partida. De delincuentes. Sólo.