Miquel Escudero-Letras libres
  • Tenemos entre nosotros a políticos que, en privado, discrepan de pésimas e insensatas medidas tomadas por sus jefes para mantenerse en el poder a toda costa.

El Estado social y democrático de Derecho es una entidad donde los poderes públicos promueven y garantizan, desde una posición activa y enérgica, la libertad, la justicia, la igualdad de oportunidades de todos los ciudadanos y el pluralismo político. Es imprescindible tenerlo en forma para el mejor desarrollo de todos los seres humanos, desde el más pobre al más rico. De él se deriva el llamado Estado del bienestar, logro del que nos beneficiamos sin apenas conciencia de que no está en la naturaleza, que no se hace solo y que se debe cuidar con toda atención para que no se eche a perder. Esta forma de organizar la sociedad está caracterizada por una visión integradora y expansiva. Es motivo de esperanza y de confianza, de estabilidad y de seguridad. Tiene enfrente, en su contra, no solo a las dictaduras (en todas sus variantes), sino muy en especial a las organizaciones criminales, dedicadas a cometer delitos de forma sistemática. Los éxitos de estas corroen el Estado social y democrático, son su caballo de Troya. Sus avances afianzan la corrupción (económica y moral) y permiten el establecimiento de un Estado mafia. Descifremos este oxímoron.

Entre las acepciones que el diccionario de la Real Academia Española da del término italiano mafia están las de “organización criminal y secreta de origen siciliano”, “cualquier organización clandestina de criminales”, pero también la de “grupo organizado que trata de defender sus intereses sin demasiados escrúpulos”. Hay una amplia manera de delinquir: fraude, estafa, apropiación indebida, engaño, extorsión con distintas formas de abuso y de violencia; la intimidación que maltrata y aterroriza hasta el brutal aniquilamiento.

Ante estas amenazas serias y reales, es irresponsable y suicida no actuar en consecuencia. Evoquemos el Maxiproceso contra la mafia siciliana que se llevó a cabo entre 1986 y 1987. Duró casi dos años y sus sesiones sumaron 1.820 horas. La documentación constó de 666.000 folios y hubo 1.314 interrogatorios. Al acabar la vista, le sucedió una deliberación de algo más de un mes. Fueron condenados 360 mafiosos, hubo 19 cadenas perpetuas y, aparte, se decretaron 2.665 años de cárcel. Giuseppe Ayala fue el fiscal de ese juicio y, años después, publicó un libro sobre aquella causa: Quien tiene miedo muere a diario, donde retrata las relaciones de un grupo de juristas antimafia que nunca escatimaron tiempo y esfuerzos para derrotar al crimen organizado. Un combate que, en principio, debía estar destinado a no durar demasiado, porque el Estado italiano es mucho más fuerte que la mafia. Afirmaba que, no obstante, por sí solas la Judicatura y la Policía nunca ganarían esta batalla. ¿Por qué? Porque la corrupción del Estado hace que ese partido nunca se juegue en serio: “¿Cómo es posible jugar cuando el que debería ser tu adversario está a tu lado y quizá hasta te pide que le pases el balón? Es un partido amañado”.

Ayala denunciaba que, tras el Maxiproceso, el Estado decidió echar el freno justo cuando se obtenían resultados prometedores: “dentro del Estado estaba la mafia”, anidaba en él. Lógicamente, esto es de extrema gravedad. La mafia constituiría, por tanto, una pieza estable y orgánica del sistema de poder y, directa o indirectamente, se sienta a la mesa donde se toman las decisiones que les atañen. Una traición que da miedo contemplar, que desalienta y transmite la impresión de que cualquier esfuerzo por una trayectoria de rectitud es fatalmente inútil.

En el verano de 1992, la mafia se vengó de Giovanni Falcone y Paolo Borsellino y los asesinó (con dos meses de diferencia). Años antes, estos insignes jueces sicilianos habían sido decisivos para llegar al Maxiproceso. Ayala evoca sus miradas serenas y graves, que sabían tranquilizar, y glosa que eran capaces de excusarse por la indiferencia o el coraje reducido que les impregnaron alguna vez, antes de experimentar rabia, indignación y dolor. Una actitud de valentía y decencia que inspira a la emulación. Impusieron un método de trabajo: Falcone, por ejemplo, asumía con lucidez y firmeza estar ante un fenómeno criminal transnacional. Y en su instrucción procedía a un examen meticuloso e inteligente de la documentación, en especial del registro detallado de los movimientos financieros de los involucrados con la mafia. Se desplazaban a los lugares, veían, preguntaban y escuchaban hasta comprender lo que sucedía. Pero Ayala ha explicado cómo, dentro y fuera de los juzgados, se fue multiplicando la hostilidad hacia él; la denuncia de irregularidades es molesta para quienes ejercen arbitrariamente el poder, por esto activan represalias.

Asimismo, el fiscal del Maxiproceso destacaba de Borsellino (juez por oposición a los 23 años de edad) que era imposible no quererlo y admirarlo: un hombre sencillo, serio, responsable y “su amor por la justicia era más fuerte que cualquier otra cosa”. Afirmó en su día Borsellino que “es bonito morir por aquello en lo que crees; quien tiene miedo muere a diario, quien no tiene miedo solo muere una vez”.

Giuseppe Ayala ha contado una anécdota estremecedora. Durante la instrucción del ‘caso Spatola’ (un constructor siciliano que gestionaba una red de tráfico de drogas entre Palermo y Nueva York) el fiscal general Pizzillo citó y reprendió al jefe de fiscales de Sicilia Rocco Chinnici (quien sería asesinado en 1983 por la mafia). Lo hizo en unos términos soeces y vergonzosos:

¿Qué os creéis que estáis haciendo en el Juzgado de Instrucción? Tienes que dejar de investigar a los bancos, porque con eso arruinas la economía siciliana. Al Falcone ese me lo cargas de juicios, así hará lo que tiene que hacer un juez de instrucción. Nada. ¿Entendido, Chinnici?

Un modo feudal de mandar y de proteger a los delincuentes más influyentes del sistema, y que dirige en línea recta al descrédito y degradación de las instituciones del Estado; lo que nos lleva de modo inexorable, de trampa en trampa, al Estado mafia. Una alianza clientelar donde confluyen los ámbitos políticos y empresariales con la mafia, y median entre sí. Se hace circular el favor; los privilegios desplazan a los derechos. Se dan señales claras de que más vale estar a buenas con el sistema, el cual sabe cómo producir inseguridad y miedo para obtener sumisión y ganar. En ocasiones, el sistema sancionador que se emplea es la muerte; es el puntal de Cosa Nostra. Cuando la mafia no mata es como si no existiera, dicen quienes la sufren.

Giuseppe Ayala ha escrito que sus conciudadanos sicilianos no son nada filomafiosos, como muchos afirman. Sin embargo, tampoco son suficientemente antimafiosos: aún cuando puedan desear que la mafia desaparezca, no lo quieren. Hay una diferencia clara entre desear y querer. En verdad, todos deberíamos responder de lo que hacemos y dejamos de hacer, asumiendo responsabilidades. Claro que en función de las circunstancias y reacios a las falsas excusas. Es sintomático que Ayala señale que “el político más apreciado no es el que sabe dar respuesta al interés general, sino el que consigue hacer más favores, porque eso es lo que el votante espera de él”. ¿Sucede también entre nosotros?

Adaptados en grado extremo al poder de la violencia, los ciudadanos optan por evitar problemas y renuncian a ejercer como tales, declinan en su dignidad personal. Lógicamente, este hostigamiento continuado y aceptado debilita atrozmente el Estado social y democrático, el que nos aleja de la ley de la selva y es motivo de esperanza, confianza, estabilidad y seguridad. Al desaparecer la protección ante la bestialidad, se nos condena a la retracción de la justicia y la verdad, lo que supone una regresión acelerada de las libertades. Lo peor todavía es que se desvanezca de las conciencias el concepto de persona que empuja a la igualdad social. Estoy leyendo estos días el informe de COVITE sobre la realidad judicial de los casos de terrorismo sin esclarecer Ni justicia ni verdad, donde se reivindican los derechos a la verdad, justicia y reparación. Indigna tanta negligencia y desinterés, cuando no complicidad. Indigna el cruel abandono y maltrato de las víctimas, despersonalizadas. El silencio de una generalizada hipocresía.

Tenemos entre nosotros a políticos que, en privado, discrepan de pésimas e insensatas medidas tomadas por sus jefes para mantenerse en el poder a toda costa. ¿Por qué nadie dimite? Insuperable amor por las posiciones de privilegio y desamor por la decencia y la honradez. Fijados el pueril maniqueísmo y un falso código de honor, se justifica la ley del silencio y nos hacemos cómplices.

Para la pervivencia y buen funcionamiento de nuestro Estado social y democrático hace falta que sobresalgan personas que dirijan su vida y sus actividades con una mentalidad verdaderamente demócrata y liberal, y que sepan dar con un lenguaje común que traspase la ideología concreta y transmita el encantador aroma de la claridad, la esencia del respeto y la serenidad. No pocos dirán que es inútil, que no hay nada a hacer, que nada cambiará. Acepto el fracaso. Seguro que no conseguimos lo mejor y necesario, pero nunca me aparto del lema de Julián Marías: “Por mí que no quede”. Aprendamos de los alciones (aves también llamadas “martín pescador”), que construyen sus nidos en medio de las tormentas más desapacibles y las mayores calamidades, a la espera de que la vida siga. En esta idea de seguir siempre hacia adelante, abramos brechas en los distintos muros de la omertà.