Ignacio Camacho-ABC
- Cuando la belleza artística habla por sí misma no necesita que nadie arrime el ascua a la sardina de su ideología
De un tiempo, ya largo, a hoy las exposiciones e incluso las colecciones de los museos han de atenerse a una intención semántica y formular un discurso, a ser posible ideológico o al menos relacionado con los grandes temas del momento. Así, la museografía contemporánea se ha llenado de interpretaciones y recorridos sobre el papel de la mujer, la mentalidad colonial, el problema climático o los movimientos migrantes, en un esfuerzo de adaptación que a veces roza la ucronía o sesga el contexto histórico en función de los grandes debates actuales. Sólo de vez en cuando pueden contemplarse ya muestras centradas en el propio valor del arte, en su significado inmanente como expresión creativa al margen de nuestras presentes prioridades.
La de Paolo Veronese en el Prado es una de ellas. El director de la institución, Miguel Falomir, y el experto italiano Enrico Maria dal Pozzolo han reunido en la ampliación de Moneo más de un centenar de piezas maestras procedentes de la colección española y de las principales galerías europeas –París, Londres, Florencia, Viena, el Vaticano– sin otro objetivo que el de explicar las claves estéticas del artista veneciano que fascinó a Velázquez, Delacroix o Cezanne, y que junto con Tintoretto y Tiziano compone el triángulo esencial que convirtió a la Serenísima en uno de los grandes polos magnéticos de la pintura renacentista. Una monografía cuya dirección intelectual, el ‘comisariado’, constituye una formidable demostración de rigor académico y de inteligencia narrativa.
Veronese no emociona. Es la suya una pintura sensual, elegante, lujosa, sofisticada, decorativa, de enorme solvencia técnica y sensacional atractivo colorista. Con eso le bastó para consagrarse como un referente de su época y vivir con comodidad a base de encargos para palacios e iglesias cuando Venecia se resistía a pasar del esplendor a la decadencia. Pero no conmueve como Fra Angelico, no estremece como Caravaggio, no asombra como Miguel Ángel, no inventa como Leonardo. No es un rebelde de halo romántico ni un precursor sino un estilista suntuario en cuyos paisajes y escenas mitológicas aflora la sintonía con la arquitectura de su coetáneo Palladio.
Y eso es lo que ‘narra’ la exposición, con enorme éxito de público. Una documentada incursión en un influyente capítulo de la historia del arte sin otra intencionalidad añadida que la del encuadre de una documentación explicativa pertinente, precisa, escrupulosa, científica. Cuando la belleza habla por sí misma no necesita que nadie arrime el ascua a su propia sardina. Y al final, ya cerca de la salida, una Crucifixión sobre pizarra negra desmiente de golpe toda la ampulosidad retórica acumulada sobre el espectador con la fuerza emotiva de una ráfaga sombría. Ahí está ya, como una sorpresa escondida bajo la luz tenue de una vitrina, el barroco que apunta el vigor contrarreformista.