José María Ruiz Soroa-El Correo
- No me atrevo a juzgar la conducta del socialista al esconder a la acción de la Justicia a los asesinos. «Los encubrió», dice Luis Sala
Ni he leído ni tengo la intención de leer el libro que ha publicado Esperanza Aguirre, una política que se obsequia a sí misma con el epíteto de «liberal» pero que más bien resulta ser una conservadora recalcitrante. Pero a la vista de que un reciente artículo de Nora Abete y Txema Oleaga (EL CORREO, 2 de junio) la acusa de propalar la falacia de que Indalecio Prieto fue el autor intelectual del asesinato de Calvo Sotelo en vísperas de la Guerra Civil, he consultado una entrevista/resumen de su libro en ‘The Objective’. Allí he comprobado que lo que dice y repite la madrileña es que «a Calvo Sotelo lo asesinaron los escoltas de Prieto». Nada más y nada menos.
¿Está Aguirre insinuando con esa escueta afirmación que Prieto en persona tuvo alguna participación en el asesinato? No lo sé. Quizás. Lo importante es que el hecho concreto que afirma es en sí cierto y nadie lo ha puesto en duda nunca. Los dos balazos que acabaron con la vida del político aquella noche salieron de la pistola de Luis Cuenca Estevas, sentado en la camioneta junto a Santiago Garcés Arroyo y el asesinado. Ninguno de los dos era guardia de asalto ni policía, sino que eran paisanos, afiliados al PSOE o las Juventudes Socialista y sobre todo miembros conspicuos de la llamada ‘brigada motorizada’ de Prieto.
La ‘motorizada’ era un grupo o banda informal de militantes socialistas muy activos que veneraban y protegían a Prieto y le apoyaban en sus desplazamientos. Estaban armados y eran instruidos militarmente por el capitán de la Guardia Civil Fernando Condés Romero -Laureada de San Fernando por heroísmo en África-, también acendrado socialista. El 31 de mayo anterior la ‘motorizada’ había tenido que sacar a tiro limpio de Écija a su líder Prieto tiroteado por un grupo de pistoleros políticamente rivales.
El capitán Condés -a pesar de su situación y de no vestir uniforme- era el jefe del grupo revuelto de guardias de asalto y militantes socialistas que salió del cuartel de Pontejos en una camioneta sin órdenes específicas salvo las de proceder a registros y detenciones de personal de derechas sospechoso del recientísimo asesinato del teniente de asalto Castillo. Lo que hicieron inmediatamente fue apresar y asesinar a Calvo Sotelo.
Suponer siquiera que Prieto, que estaba a la sazón en Pedernales, tuviera alguna relación con el asesinato que cometieron estos miembros de la ‘motorizada’ es un desatino. Lo hicieron a título personal y como venganza política. Esto es un hecho que ningún historiador ha puesto en duda.
Ahora bien, pocas horas después de asesinar a Calvo Sotelo, el asesino material Luis Cuenca le relató al prominente socialista Julián Zugazagoitia lo que había sucedido, inspirándole profunda repulsión un tipo al que ya de antes consideraba un asesino en potencia. Sin embargo, el consejo que le dio fue el de esconderse y escapar de la Justicia, cosa que hizo. Zugazagoitia informó a renglón seguido por teléfono a Prieto, quien se desplazó a Madrid ese mismo día. A las autoridades, ni pío.
Casi a la misma hora, el capitán Condés se confesó a otro dirigente socialista, Juan Simeón Vidarte, que escuchó espantado el relato de lo que aquellos socialistas habían hecho esa madrugada. Su consejo fue también el de que se escondiera. Y callar.
Dos días después, el 15 de julio, Condés se presentó en persona ante Indalecio Prieto, quien ya sabía perfectamente de su participación en los hechos y que le disuadió de suicidarse, porque «iban a sobrarle ocasiones de morir en la lucha que ineludiblemente iba a comenzar en días». Mientras tanto le aconsejó ocultarse y no entregarse a la Justicia. Fue premonitorio, porque tanto Condés como Cuenca murieron poco después en la defensa de Somosierra contra los alzados en armas por Mola.
No me atrevo a juzgar la conducta de Prieto al esconder de la acción de la Justicia a los asesinos de Calvo Sotelo. Los «encubrió», dice Luis Sala. En un régimen normal sería una traición impensable al Estado de Derecho. En aquella época y en España, por el contrario, se vería como algo normal. Pero basta con detallar los hechos para calibrar desde aquí y ahora el abismo de fracaso en que la Segunda República española había caído para entonces. Eso también es verdad, a pesar de que Franco lo dijera.