Antonio Rivera-El Correo

  • El impasse abierto por esta crisis de gobierno (un Cerdán en la oposición no sería eficaz trapicheando contratos) provocará un deterioro mayúsculo de la democracia

Maquiavelo fue el primer pensador moderno de la política. Hasta llegar él y todavía después de él se hablaba en realidad de moral, aunque con connotaciones y consecuencias en lo público, en lo político, eso sí. Pero con el florentino se empezó a distinguir algo que luego ha cobrado una importancia insospechada en tantas disciplinas: la diferencia entre el ser y el deber ser. Maquiavelo se puso en lo primero y enseñó acerca de lo que debe hacerse para retener o alcanzar el poder; lo segundo se lo dejó a los curas, a los moralistas laicos y a los idealistas.

Nuestro Maquiavelo local sabe de lo primero también, pero nos gustaría indicarle que considerara algo de lo segundo, aunque ello le costara el puesto. De manera que lo previsible es que nada pase a pesar de lo que ha pasado con Cerdán (y antes con Ábalos, Koldo, Aldama, Leire y otros más). De momento se ancla en que es una crisis de partido y que vale con recomponer la cúpula interna. Falso, es una crisis de gobierno porque un Cerdán en la oposición no resultaría eficaz trapicheando contratos con empresas. (Por cierto, ¿cuándo va a sentarse en el banquillo a alguna de estas compañías corrompidas a sabiendas?).

De manera que tendrá que hacer algo por ahí. Puede reformar el Gabinete, cambiarlo todo para que todo siga igual -Lampedusa reiterando a Maquiavelo cinco siglos después-, pero eso le puede suponer renegociar los términos de los apoyos en momento de suprema debilidad, teniendo que comulgar con ruedas de molino absolutamente imposibles (incluso para él). Alguna ya ha hablado de resetear el acuerdo de gobierno, una ‘finezza’. Por ahí esquivaría una moción de confianza demasiado formal, demasiado expresiva de las capacidades de cada uno, de él mismo y de sus compañeros de viaje. Pero dejaría a la vista una escena demasiado obscena por lo que le puedan pedir, incluso para su contumaz electorado.

Porque los socios, maquiavélicos ellos también, están más cómodos con un presidente cada vez más debilitado y forzadamente a su servicio que con su alternativa, cada vez más alejada de sus postulados básicos, los eslóganes característicos de una política polarizada. La última refriega sobre las lenguas reconocidas en la UE ha dejado a la oposición todavía más sola e imposibilitada para la suma alternativa. Lo ha visto claro Feijóo apelando en lo moral, no políticamente, a los socios de Sánchez, a sabiendas de que por ahí no hay nada que hacer. Así que de moción de censura ni hablamos, al menos de momento.

Estamos, entonces, en una correlación de debilidades, como definió Vázquez Montalbán el escenario de la Transición política en la España de los 70. El debilitado poder no va a caer por sí solo ni a cejar en su empeño por seguir, y la oposición no acumula las fuerzas suficientes como para forzarlo a ello. Ese es el ser, que no el deber ser. Porque el resultado de ese impasse que va a durar meses es un deterioro mayúsculo de la calidad de la democracia en España. El Ejecutivo no quiere, el legislativo no puede y el judicial va por barrios, algunos que responden a su profesionalidad -estos del Informe Cerdán- y otros que lo hacen a su filiación partidaria aprovechándose del poder de sus puñetas (las de sus togas, no las de sus enfados). A la calle mejor dejarla en paz porque viene siendo ahora pasto de reaccionarios. En resumen, que estamos rodeados.

El deber ser pasaría por una respuesta adecuada del presidente. La que ha tomado vuelve a no serlo. Su resiliencia estomaga ya. El daño que hace su inacción es letal para el sistema. Sacará algún insospechado conejo de la chistera, pero solo para confundir a la mayoría o para satisfacer a su ‘sanchismo’ más tenaz, el que sigue creyendo que todo esto, lo de Cerdán también, es una persecución de los poderes fácticos o que, en el peor de los casos, es peor lo que pueda venir.

El Parlamento debería tener algún papel. Algún grupo debería tener la fuerza moral y práctica capaz de forzar un debate sobre el estado de la nación. No necesita tumbar al Gobierno, sino simplemente ponerle ante su espejo y forzarle a reconocer, no sus errores, evidentes, sino sus debilidades (y las consecuencias de ellas). Con eso valdría.

Porque dentro del PSOE no se ve fondo. El partido es hoy una autocracia a todos los efectos. Y el ‘postsanchismo’, que llegará, por esta vía puede llevarse por delante 150 años «de honradez y firmeza». Después de Sánchez, el diluvio, pero antes de él, hoy, en esa formación, levantar el dedo es disponerse a que te lo corten. Y, sin embargo, no queda otra. Hay mucha gente sensata y decente en ese partido que no se cree que todo esto sea consecuencia de un ‘lawfare’, que no se puede errar dos veces seguidas nombrando a un ‘número dos’ corrupto y hacer como si solo fueras víctima de la elección, que todo no vale en política, lo dijera Maquiavelo o el príncipe Salina.

Posiblemente, no va a pasar nada reseñable, y ese es el problema.