Amaia Fano-El Correo

Pedro Sánchez no es el primer presidente español que se ve envuelto en escándalos, ni el primero que ha sobrevivido a tormentas políticas. Pero sí es el primero que, en plena decadencia institucional y rodeado de corrupción en su círculo más cercano, actúa como si el poder le perteneciera por derecho y no fuese un mandato temporal.

Su negativa a someterse a la reválida de las urnas cuando la honradez de su Gobierno está bajo sospecha, su legitimidad cuestionada y su credibilidad bajo mínimos, porque «no podemos entregar España a la peor oposición de la historia», además de ser un desprecio a la alternancia y el pluralismo políticos, es un reconocimiento implícito de que es él y su partido quienes han perdido el respaldo de la mayoría social. Lo sabe de sobra. Por eso se aferra al poder y no convoca unas elecciones que sabe que perderá, ni se somete a una cuestión de confianza que tampoco está seguro de superar. En lugar de eso, sigue reivindicándose como víctima de una campaña de acoso y derribo y desafía al PP a presentar una moción de censura a sabiendas de que no lo hará.

Aunque repita que el PSOE «es un partido limpio», obviando lo que dice de él la hemeroteca (GAL, fondos reservados, Filesa, los ERE…) y lo que las investigaciones policiales en curso sugieren, Sánchez quiere ganar este asalto por empate, consciente de que el partido de la ‘Gürtel’ y la ‘Kitchen’ tampoco puede presumir de pulcritud. Solo necesita algo de tiempo, a la espera de que después del verano se abran las causas judiciales que la derecha tiene pendientes, para que se vea «quiénes son los delincuentes de verdad» y así convencernos de que la corrupción en ella es norma, mientras que en la izquierda se trata siempre de una lamentable excepción.

Lo más grave, con todo, no es la corrupción que, en lugar de limpiar, relativiza tratándose de los suyos. Sino que, en vez de asumir responsabilidades, dispare hacia afuera, convirtiendo la política en un lodazal donde solo la desafección ciudadana puede florecer. Y que, en lugar de respetar las instituciones, pretenda ponerlas al servicio de sus intereses legislando por la vía de urgencia, como está haciendo en este momento con la reforma del ministro Bolaños que tiene a la judicatura poniendo pie en pared.

Sánchez es un presidente que ha perdido la brújula institucional. Si se mantiene es gracias a sus socios de investidura, a los que chantajea con el miedo a la ultraderecha y promesas imposibles de cumplir, consciente de que a estos cada vez se les hace más cuesta arriba apoyarle, por el coste reputacional que ello conlleva desde el punto de vista ético. Su insolente renuencia a rendir cuentas, su desprecio a los contrapesos del Estado de derecho, su desmedido afán propagandístico y su instrumentalización del miedo lo convierten en un peligro objetivo para la democracia española que merece algo más que un líder que tenga secuestrado el poder. España merece tener un Gobierno transparente y legítimo. Y eso empieza por preguntar a la mayoría parlamentaria -y en última instancia a la ciudadanía- si aún confía en él.