Luis Algorri-Vozpópuli

  • ¿Tiene Sánchez mirada de tiburón blanco? Sí, la tiene. Con ese furor negro y mate de escualo a punto de morder

En su magnífica película Exodus, dioses y reyes (2014), Ridley Scott le hace decir a Christian Bale, que interpreta a Moisés, una frase certera: “Se puede saber mucho de una persona mirándola a los ojos”.

Es cierto. Quisiera que recordasen ahora otra película extraordinaria: Marco, dirigida por Jon Garaño y Aitor Arregui, estrenada no hace todavía un año. En este filme se cuenta la historia de Enric Marco Batlle, un señor que se pasó décadas asegurando que él había estado preso en el campo de concentración nazi de Flossenbürg; llegó a presidir la Asociación Española de Víctimas del Holocausto. Era todo mentira. Enric Marco nunca estuvo en Flossenbürg ni en ningún otro campo nazi. Se lo inventó, seguramente para darse importancia. Cuando un historiador descubrió la patraña, la vida de Enric Marco cambió para siempre. El increíble farsante murió en 2022, a los 101 años.

Quien es (al menos para mí) el mejor actor español de ahora mismo, Eduard Fernández, se enfrentó en ese filme, sin duda, al papel más difícil de su vida profesional. Su personaje, el tal Marco, se pasa más de media película mintiendo a todo el mundo: su mujer, su hija, sus amigos, la mucha gente que le escuchaba. Naturalmente, ellos no sospechaban que Marco les estaba mintiendo; le creían. Sin embargo, los espectadores que vemos la película sí sabemos que Marco miente. Lo sabemos desde el principio. El desafío para el actor es este: tiene que hacer verosímil que su personaje sea creído por la gente que le rodea, pero al mismo tiempo tiene que dejar claro al espectador –a nosotros– que está mintiendo. ¿Cómo se hace eso?

Eduard Fernández lo hace con los ojos. Nada más que con los ojos. Es asombroso verlo. El maquillaje es extraordinario, la gestualidad también, y la voz. Pero Eduard Fernández logra ese imposible metafísico de ser al mismo tiempo creíble y mentiroso gracias a lo que hace con los ojos, con su forma de observar a los demás. El goya al mejor actor fue merecidísimo. Es una mirada huidiza, que no se posa mucho tiempo en nada ni en nadie, que parece agazapada detrás de los párpados, que vigila constantemente, con el rabillo, lo que pasa a su derecha y a su izquierda. Una mirada que se apoya en la bien ensayada sonrisa para resultar verosímil, pero que tiene algo de lobo o, todavía mejor, de zorro, de raposo. Una de esas miradas que, cuando descubres la patraña, dices: pero cómo no me di cuenta de que era un sinvergüenza. Si no había más que mirarle a los ojos.

Uno solo se da cuenta de lo que querían decir cuando ya es tarde, cuando el embaucador ha sido descubierto. Entonces nos percatamos todos de lo mismo: que “no había más que mirarle a los ojos” para saber cómo era

Ahora busquen ustedes en YouTube, o sencillamente pongan la tele, y fíjense en la mirada de José Luis Ábalos.

Es exactamente eso. La misma mirada de vendedor de crecepelo en las ferias de antaño, pero que ha hecho siempre todo lo posible para que no se le notase la impostura. Y hay que admitir que lo consiguió. Nosotros, todos nosotros –desde Sánchez hasta el último peatón que pone la tele–, no hemos sido los espectadores que vamos al cine a ver Marco, y que antes de acomodarnos en la butaca ya sabemos que vamos a ver la historia de un embustero. No: hemos sido la gente que sale en la peli, la familia y los amigos, que jamás detectaron esa mirada y creyeron que aquel tipo era un hombre honrado.

Eso es lo malo de las miradas: que uno solo se da cuenta de lo que querían decir cuando ya es tarde, cuando el embaucador ha sido descubierto. Entonces nos percatamos todos de lo mismo: que “no había más que mirarle a los ojos” para saber cómo era. Pero no lo hicimos. Nadie lo hizo más que sus compinches, sus cómplices, que lo sabían todo. ¿Y por qué? ¿Cómo fue posible que se nos escapara algo que ahora nos parece tan evidente y tan claro? Solo se me ocurre una respuesta: porque somos, en realidad, buenas personas, gente sencilla que nunca piensa, cuando conoce a alguien, que ese alguien nos está mintiendo. Tendemos a pensar bien de los demás. Eso nos permite flotar cada día en una quimérica felicidad, o al menos en una confortable rutina. Pero cuando se descubre la verdad se nos caen los palos del sombrado y enrojecemos de vergüenza, como niños escarnecidos por la monja que les grita, delante de todos, que las cuentas de sumar están todas mal.

Que no te pillen

No todo el mundo es tan excelente actor como Eduard Fernández. De hecho, casi nadie lo es. Ahora trato de desentrañar la mirada de Santos Cerdán y no veo nada extraño. No hay astucia en esos ojos. No hay intención. Ni siquiera malicia. Es la mirada de un simple, de alguien que llegó demasiado arriba para lo que merecían su preparación y sus luces, y que seguramente llegó a creerse lo que se creen los niños: que robar no es que esté bien, pero bueno, todos lo hacen. Eso sí, lo que no se puede perdonar es que te pillen. Eso, el dejarse coger, es lo que te convierte en un sinvergüenza; no el delito en sí mismo porque, si no te pillan, no existe. Esa idea envenenada forma parte de la idiosincrasia de los españoles desde tiempos inmemoriales.

El tercero de la banda (el tercero hasta ahora, claro), el tal Koldo, es para mí otro enigma. Esas gafas que lleva, muchas veces de sol, me impiden deducir nada. Pero estoy convencido de que se le podía aplicar, casi entera, la definición que se inventó Camilo J. Cela, en La colmena, para la palabra “bizcotur”. Era esta: “Dícese de quien, sobre ser bisojo y malencarado, mira con aviesa intención. Úsase también como sustantivo”.

¿Tiene Sánchez mirada de tiburón blanco? Sí, la tiene. Con ese furor negro y mate de escualo a punto de morder miraba el otro día a Rufián en el Congreso, mucho más enfadado con él que con nadie. Pero Sánchez también tiene, o sabe poner, mirada de fraile, de esos mendicantes que pintaba El Greco, que siempre miraban hacia arriba como encomendando al Cielo sus sufrimientos por lo mal que les trataba la vida. Aunque Sánchez es un mal ejemplo para esto de los ojos, porque es un grandísimo actor. No tan bueno como Eduard Fernández, pero desde luego muy bueno.

Los ojos azules y permanentemente asustados de Feijóo, quien, con gafas o sin ellas, da siempre la sensación de estar día tras día escapando de una sombra que le persigue

La mirada seca, inexpresiva, de Miguel Tellado, que mira como miran los bull terrier ingleses; por más fuerte y cruelmente que muerda, siempre parece que está pensando en otra cosa. Los ojos azules y permanentemente asustados de Feijóo, quien, con gafas o sin ellas, da siempre la sensación de estar día tras día escapando de una sombra que le persigue. La mirada de vidrio de Ione Belarra, que tiene menos vida en los ojos que la mascarilla funeraria de Pío IX. Los ejemplos son incontables.

Edward Berger, el director de otra obra maestra del cine de hoy –la película Cónclave–, dice que, para el papel protagonista del filme, el del atormentado cardenal Lawrence, escogió al actor Ralph Fiennes porque necesitaba a alguien de quien pudiera saber lo que estaba pensando solo con mirarle a los ojos. Eso es peligroso porque los ojos a los que uno mira son los del actor, no los del personaje; así que la mente que descubres es la del intérprete. Pero Fiennes logró “meterse” hasta tal punto en la atribulada personalidad del cardenal que el resultado es casi imposible de mejorar.

Sí, quizá fuese bueno aprender a mirar a los ojos de nuestros políticos –de cualquiera, en realidad– para hacernos una idea de cómo son… y de cómo podrían acabar siendo. Con eso es fácil equivocarse, pero también es posible que nos ahorremos unos cuantos sustos. Porque en los ojos está todo. Que se lo digan a Ábalos…