Ignacio Camacho-ABC

  • Le toca responder del enfático posesivo –«MI organización», «MI partido»– con que él mismo subrayó su liderazgo unívoco

La imagen de la Guardia Civil registrando la sede del Partido Socialista se parece mucho a la de la desarticulación de una banda. Albert Rivera se equivocó en muchas cosas, sobre todo las más importantes, pero en ésta acertó más de lo que quizá él mismo imaginaba o podía atisbar en aquellas circunstancias. La coalición de delincuentes políticos que denunció el líder de Ciudadanos con aquella metáfora se ha convertido en una cuadrilla de políticos delincuentes, pura hampa.

No es la primera vez, ni será la última, que la policía judicial registra las oficinas de un partido; ocurrió en las de Gil en Marbella, en las de Munar en Mallorca, en las de la Convergencia del tres por ciento, en las del PP cuando el caso Bárcenas socavaba el marianismo. Y en el propio edificio de Ferraz se personó el juez del escándalo Filesa a bordo de un taxi que se convirtió en símbolo de la soledad de su ejercicio. Pero la escala de esta operación, ramificada en el Ministerio de Transportes, supone un salto cualitativo porque apunta, como un guiño siniestro del destino, a una trama encaramada al poder sobre una altisonante proclama de juego limpio.

Esa trama tiene un jefe que ya no puede eludir responsabilidades, aunque de momento esté personalmente libre de sospechas penales. Él mismo subrayó el lunes su papel de liderazgo unívoco con el uso reiterado, enfático, de una expresión de dominancia terminante: «MI organización», «MI partido», «que YO dirijo» y otros sintagmas similares. El PSOE soy yo, ése fue el mensaje. No dejó ningún margen de duda respecto a su estatus hegemónico y su control implacable, y en esta ocasión no mintió porque no hay nadie que ignore hasta qué punto ha trocado la estructura orgánica en un artefacto instrumental de sus intereses individuales.

Así que le toca hacerse cargo. No sólo de su muy particular tino para escoger subordinados, que le costaría el empleo a cualquier director de recursos humanos, sino de lo que Ábalos y Cerdán –a este último lo confirmó cuando ya pesaban sobre él indicios fundados– hayan podido hacer bajo su mando. Les encargó cometidos turbios, la visita de Delcy, las compras de material sanitario, la negociación de la investidura y la amnistía con el prófugo de Waterloo, y los felicitó por el trabajo. Apenas le faltó condecorarlos por sus servicios al Estado.

Es hora de responder. Podrá ganar tiempo pero tendrá que hacerlo, ante los ciudadanos y acaso ante el Supremo. La banda es suya –«soy el capitán»– y suyas las consecuencias de esa elección de subalternos. Su ególatra afición al posesivo lo señala de modo inapelable, directo. El partido de Pedro. El fiscal –«mi fiscal»– de Pedro. El secretario de organización de Pedro. El otro secretario de organización de Pedro. La mujer de Pedro. El hermano de Pedro. Quién sería tan retorcido como para pensar que todo eso tiene algo que ver con el pobre Pedro.