- Esta operación es el epítome de una doctrina política cada vez más agresiva: la recuperación de un Estado intervencionista que creíamos caduco.
La historia de la OPA del BBVA sobre Banco Sabadell será probablemente recordada como el ejemplo perfecto de cómo se puede torpedear una operación privada sin prohibirla de forma explícita.
Cómo desnaturalizar la competencia sin tocarla directamente.
Cómo dinamitar la seguridad jurídica sin derogar ni una ley.
Porque no nos equivoquemos, esto no va de bancos. Va de cómo poner el interés común al servicio de intereses particulares. Con una interlocución privilegiada con Cataluña, por cierto.
Este martes, el Gobierno de España introdujo una condición inaudita en este largo proceso de injerencia. No impide la fusión, pero prohíbe que BBVA y Sabadell se integren durante tres años.
Vamos, un «matrimonio en pisos separados» en toda regla. Eso que ahora se ha dado en llamar relaciones LAT (Living Apart Together), pero con carabina gubernamental por medio.
Una madrastrona que, después de poner todas las pegas posibles al noviazgo, ahora exige que, cuando terminen esos tres años, la pareja justifique ante el Estado que ha sido un matrimonio feliz con un “plan hacia atrás” (en palabras del ministro Carlos Cuerpo, sea lo que sea semejante oxímoron) que deberá probar los beneficios económicos, laborales y sociales de su unión.
Absurdo. Y gravemente lesivo.
Los límites a las fusiones los establecen entes independientes (el Banco de España, la CNMV, el BCE). Ninguno de ellos ha formulado objeciones tan radicales.
Pero hemos pasado de un modelo de supervisión técnica, esencial en una economía de mercado, a una lógica de veto político. ¿Por qué es el Gobierno quien decide introducir una “variable prohibitiva”?
Lo que el Ejecutivo vende como una prudente supervisión técnica es, en realidad, una intervención política pura. «No puedo permitirme una oposición abierta, así que te dejo que sigas, pero como yo digo, con quien yo te diga y en los tiempos que yo marque, hasta que te aburras o explotes».
Una intervención directa que enturbia la autonomía de supervisión económica. Y que crea un precedente temerario.
No estamos ante un exceso aislado. Esta operación es el epítome de una doctrina política cada vez más agresiva: la recuperación de un Estado intervencionista que creíamos caduco.
Un Estado tutor de la libertad económica, clientelar y profundamente ideológico.
Resulta profundamente insultante que se atrevan a aducir falsas razones de protección al consumidor, de garantía de la competencia, de preservación del empleo. Se trata de marcar territorio.
El ministro de Economía, Carlos Cuerpo, está respondiendo dócilmente a la consigna de disimular como sea la naturaleza política de la decisión, pero no lo logra ni lo logrará. Porque él tiene un perfil técnico y no existe dictamen técnico alguno, de ninguna instancia relevante, que justifique la incorporación de estos condicionantes a la decisión del Gobierno sobre esta fusión.
Lo que se está haciendo es decirle al BBVA «adelante con la OPA, pero olvídate de la lógica empresarial que la hace viable».
Además, no existe ningún precedente similar en la Unión Europea. Comparemos con nuestros socios.
En Alemania, la fusión entre Deutsche Bank y Commerzbank fue abandonada en 2019 por razones internas. El Estado, incluso siendo accionista, no vetó ni impuso condiciones.
En Italia, la creación del gigante Intesa Sanpaolo-UBI se permitió con simples ajustes de competencia territorial.
En ninguno de los dos casos hubo prohibiciones políticas, ni plazos arbitrarios, ni planes diferidos de cohabitación posnupcial. En España, sí.
Lo más cínico es que el Gobierno intente justificar su veto temporal en el empleo. Alega que ambos bancos han contratado recientemente y que, por tanto, una fusión pondría en peligro esa tendencia.
¿Desde cuándo crear empleo implica perder derecho a reorganizar tu estructura?
Esa lógica no es social, es coercitiva para evitar desgaste político. Los bancos se convierten en instrumentos al servicio de la imagen del Ejecutivo, que formula su decisión justo tras la advertencia sindical de posibles despidos, lo que añade un componente de chantaje emocional-político al procedimiento.
¿Por qué el Gobierno no ha puesto simplemente la condición de que no haya despidos tras la fusión durante un plazo determinado? Si el BBVA hubiese tenido pérdidas y destruido empleo antes, ¿habría sido más libre para fusionarse? El disparate es evidente.
La respuesta de BBVA ha sido firme. Estudia llevar el caso al Tribunal Supremo. Sabe que el camino será largo, pero entiende que es un paso necesario. Porque lo que está en juego ya no es sólo una fusión. Es la certeza de que cualquier empresa española puede operar de acuerdo a unas reglas de juego compartidas.
La Comisión Europea lleva tiempo evidenciando su incomodidad y recuerda que las operaciones de concentración deben examinarse bajo criterios estrictamente técnicos: competencia, servicios al consumidor, estabilidad financiera. No cabe usar condiciones externas (como la de evitar despidos) para impedir fusiones que, dentro del marco competitivo, resulten aceptables.
Cualquier intento de justificarlo como política “social” se considera incorrecto, y Europa puede actuar si ve una distorsión del mercado único. Si el Supremo rechazase el veto, el Gobierno se vería solo frente a la UE.
Y si actuase de forma coordinada, la Comisión podría abrir expediente si considerara que hay una obstrucción ilegal.
La OPA de BBVA sobre el Sabadell nos concierne a todos como ciudadanos, porque no es un mero asunto financiero. Es la encrucijada donde convergen tensión política, intervención pública, resistencia jurídica e incertidumbre internacional.
También, donde se debate qué tipo de Estado queremos. Uno que regula de forma técnica, neutral e institucional, o uno que utiliza el veto político como forma de sanción o chantaje.