Olatz Barriuso-El Correo
Como si siguiera el método inspirado en la serie numérica del célebre matemático italiano Fibonacci, Pedro Sánchez ha decidido que la mejor forma de maximizar ganancias cuando se va perdiendo la partida es doblar la apuesta. Así que, tras el electroshock que supuso la caída de Santos Cerdán, e imbuido de la fe en su propia leyenda, Sánchez ha vuelto a subirse a un Peugeot imaginario –esta vez sin sus fieles escuderos de 2017, hoy muy ocupados en preparar sus estrategias de defensa– para reconquistar la gloria del líder resiliente en la que creía vivir.
Para dar la vuelta a la tortilla corrupta, presuntamente, que amenaza la legislatura –la meta de Moncloa ahora es llegar a agosto para que la canícula derrita la ira ciudadana y vayan apareciendo esqueletos en el armario de los adversarios políticos–, a Sánchez se le ha ocurrido una idea no demasiado original pero presumiblemente efectiva. Consiste en cambiar radicalmente el relato dando un manotazo al tablero en un terreno en el que siempre se ha movido con soltura, la escena internacional. De eso va, más o menos, la teatralización de su presencia en la cumbre de la OTAN, un poco más esquinado de lo que exigía el protocolo en la foto de familia, apartado y pensativo sin mezclarse con sus colegas, exultante en la rueda de prensa posterior para proyectarse como el salvador del Estado del Bienestar en España.
La decisión de no pagar a escote el aumento del gasto militar acordado en La Haya, un 5% del PIB en 2035, no tiene tanto que ver con apaciguar a los socios a su izquierda, un concepto que, como muchos otros que definen el sanchismo, ha empezado a diluirse hasta casi desaparecer. La implosión de Sumar con el paso al Grupo Mixto en el que Ábalos sigue aferrado a su escaño de la diputada del ala más nacionalista de Compromís, Agueda Micó –a la que pueden seguir hoy más deserciones en la plataforma que un día lideró Yolanda Díaz–, da la medida de una mayoría inexistente y deshilachada, con Podemos haciendo ya decidida oposición al Gobierno. Con ese panorama, aprobar un Presupuesto es una quimera. Frenar las posibles nuevas revelaciones de la investigación de la UCO, misión imposible. Llenar de contenido la legislatura en un Congreso cada vez más tabernario, el más difícil todavía.
Así que solo queda enfundarses la brillante armadura del caballero socialista en la corte de Trump y su adulador oficial Rutte y dar dos tazas a los que no quieren caldo. Presumir de mantener el Estado social por sortear un compromiso que quizás les toque asumir a otros. Jactarse de que eso no sucederá porque piensa seguir en el cargo en 2029, cuando toca la revisión del gasto, presentarse a las elecciones en 2027 y, se supone, ganarlas. Que casi nadie en la política española crea que eso pueda ser posible y que se especule cada día con la fecha de los comicios y la excusa que dará Sánchez para convocarlos es lo de menos. Lo importante (para él) es alimentar la fe ciega en una última y épica resurrección. Lo de más es que a Trump no le ha resultado gracioso y amenaza con freír a España a aranceles. Si el volátil presidente estadounidense se anima a ejecutar sus bravatas, es posible que Sánchez no haya hecho más que acercarse más al borde del agujero negro que amenaza con engullirle.