Javier Tajadura Tejada-El Correo

El Pleno del Tribunal Constitucional ha avalado, por una mayoría de seis votos frente a cuatro, la constitucionalidad de la ley de amnistía. No resulta exagerado afirmar que se trata de una de las resoluciones más trascendentales de cuantas ha dictado en sus más de cuatro décadas de existencia. Con esta sentencia, el tribunal ha abdicado de su condición de supremo defensor jurídico de la Constitución y reconocido un principio de «soberanía parlamentaria» que es incompatible con la concepción del Texto Constitucional como una norma que -para garantizar la libertad- limita el poder de las Cortes Generales. El error conceptual básico de la mayoría es considerar que la concesión de amnistías es una facultad implícita en la de aprobar leyes cuando la concesión de amnistías a pesar de revestir la forma de ley es una potestad excepcional distinta de la legislativa. Así lo reconocen las constituciones que, como por ejemplo la italiana, atribuyen a su parlamento esa potestad. En Italia el Parlamento puede además de aprobar leyes, aprobar amnistías, pero para esto último se requiere una mayoría de dos tercios.

Nuestro Tribunal Constitucional, por un lado, sienta la peligrosa doctrina de que el Parlamento puede hacer todo lo que no le esté expresamente prohibido y, por otro, contra toda lógica, niega que la prohibición de conceder indultos generales (que es una potestad de menor alcance que la de conceder amnistías) implique la prohibición implícita de conceder amnistías. Con esta premisa -que supone una reforma de la Constitución para ampliar los poderes de las Cortes de forma exorbitante y sin haber seguido el procedimiento previsto para ello- la sentencia se fundamenta en la consideración de la amnistía como una norma no arbitraria porque persigue un «fin explícito legítimo y razonable». El tribunal fundamenta y justifica esa afirmación en la literalidad del Preámbulo sobre la ley de amnistía. Se trata de un razonamiento tautológico que priva al tribunal de la posibilidad de apreciar la eventual arbitrariedad de la ley. Para decirlo con mayor claridad: la ley es razonable porque el legislador dice que lo es. El tribunal, a la hora de ejercer su control de razonabilidad de la ley, prescinde por completo de examinar su finalidad cierta. Y obvia por completo la vergonzosa dimensión «contractual» de la ley consistente en ser la contraprestación para obtener los siete votos necesarios para la investidura de Sánchez.

Se trata de una sentencia lamentablemente previsible en la que ha operado la mayoría mecánica 6-4 que reproduce la mayoría parlamentaria que aprobó la ley. El Tribunal Constitucional ha dejado de ser una institución contramayoritaria que limita el poder de las mayorías, para convertirse en una tercera cámara que permite al Parlamento, apelando a una confusa concepción de la Constitución como norma abierta, modificar la Carta Magna sin seguir el procedimiento para ello.

Las prisas del presidente del tribunal por dar al Gobierno lo que este le había pedido (una sentencia favorable antes del verano) pueden conducir a un enfrentamiento con el TJUE que habrá de pronunciarse en octubre sobre el tema. Mientras tanto, los jueces españoles habrán de esperar a ese pronunciamiento para aplicar la ley.