Gaizka Fernández Soldevilla-El Correo
- El 65 aniversario de la bomba del DRIL que hirió de muerte a la niña Begoña Urroz homenajea a quienes sufrieron atentados
El sábado 25 de junio de 1960 Guillermo Santoro Sánchez y otro joven, seguramente Reyes Marín Novoa, disfrutaron de una noche de fiesta en San Sebastián. No les faltaba dinero. Estuvieron bebiendo en locales como Mónaco, La Espiga, Capri, Vitorio y Trinquete, donde entablaron conversación con viejos y nuevos conocidos. Incluso intentaron intimar con una chica donostiarra y, según las diligencias policiales, con «señoritas extranjeras».
Al día siguiente Santoro se presentó en la estación de Amara con un billete de primera clase para el tren con destino a Bilbao. Aunque había pasado la hora límite, la generosidad de los trabajadores le permitió facturar una maleta y dejar otra en la consigna de equipajes. La encargada, Soledad Arruti, lo describió como un hombre de unos 28 años «de tez pálida, aspecto desenvuelto, de «persona correcta». Le pareció un «niño mimado».
La maleta-bomba de la consigna explotó a las 19.10 horas del lunes 27. Provocó un incendio en el que resultaron heridas seis personas. Una de ellas era Arruti. Otra, su sobrina nieta María Begoña Urroz Ibarrola, de 20 meses, que sufrió graves quemaduras. La niña era la primogénita de un matrimonio del pueblo navarro de Beinza-Labayen que había emigrado a Lasarte. El padre, Juan, trabajaba en la fábrica Moulinex. La madre, Jesusa, solía ayudar a su tía Soledad en la estación. Aquel día había dejado a Begoña a su cuidado mientras iba a comprarle unos zapatitos.
La chiquilla ingresó en la clínica del Perpetuo Socorro, pero los médicos no pudieron salvarle la vida. Falleció a las 23.00 horas del martes.
La Policía descubrió dónde se había alojado el terrorista, la tienda en la que había comprado las maletas, las personas con las que se había cruzado y las mentiras que contó. Los agentes reconstruyeron sus pasos, le pusieron nombre y apellidos, pero no dieron con él: Santoro ya había huido.
Todo señalaba al DRIL. Por si quedaba alguna duda, los portavoces de aquella organización, compuesta por portugueses antisalazaristas y españoles antifranquistas de diversas ideologías, reivindicaron sus atentados en la prensa venezolana. Unos días después insistieron: «Las revoluciones para derrocar a los tiranos no se hacen con té y simpatía ni con bombones». Nunca mencionaron a su víctima.
Urroz fue la tercera de las cuatro muertes asociadas a aquellas siglas. En marzo de 1960 a uno de los miembros del DRIL le estalló su propio artefacto y otro había sido fusilado por la dictadura franquista. En enero de 1961 un comando asesinó al marino portugués João José do Nascimento Costa durante el asalto al trasatlántico Santa María.
Ese mismo mes el juzgado requirió la comparecencia de Santoro y otros dos integrantes del DRIL. Ni comparecieron ni fueron detenidos. En 1964 el grupo desapareció en el sumidero de la historia. La Ley de Amnistía de octubre de 1977 borró la responsabilidad penal de sus crímenes.
Probablemente Santoro no quería matar a nadie, pero sabía que poner bombas de relojería en lugares repletos de gente suponía correr ese riesgo. Y no le importó. Que lo hiciera después de gozar de una noche de farra dice algo más sobre él. Pero lo peor fue que jamás pidió perdón por la muerte de Begoña Urroz. Y tuvo 52 años para hacerlo: falleció en 2012.
En marzo de 2010 el Congreso declaró el 27 de junio como el Día de recuerdo y homenaje a las víctimas del terrorismo. Prácticamente por unanimidad, en septiembre de 2011 las Cortes aprobaron la Ley de Reconocimiento y Protección Integral a las Víctimas del Terrorismo, que introdujo una gran novedad: se indemnizaría a quienes habían sufrido atentados producidos desde el 1 de enero de 1960, cuando el límite de la legislación previa había sido 1968. Así se trataba de reparar a familias como los Urroz, que hasta entonces habían quedado fuera del amparo institucional.
Aquellos acuerdos han tenido consecuencias muy positivas para las víctimas, pero la elección de la fecha se inspiró en una tesis errónea: que la bomba de Amara la había puesto ETA. Trabajos como el informe que el Centro Memorial publicó en 2019, el documental ‘Muerte en Amara’ (Aitor González de Langarica, 2024) o el libro’ Las raíces de un cáncer’ (Tecnos, 2024) han permitido corregir aquella equivocación. Centrémonos, pues, en lo primordial.
Según Reyes Mate, si alguien reconoce a una víctima, tiene que reconocerlas a todas. Por supuesto, existen visiones distintas sobre la violencia política, pero no puede haber juicios morales distintos: ningún fin justifica los medios sangrientos. Parafraseando a Sebastián Castellio, matar a una niña no es defender una doctrina, es matar a una niña. Recordar a Begoña Urroz nos ayuda a comprender esa lección universal.