Carlos Martínez Gorriarán-Vozpópuli
- Es un aviso excepcional del peligro de hundimiento del Estado de derecho y la democracia
Uno de los mejores relatos de la caída de Alemania en el régimen nazi, la Historia de un alemán, de Sebastian Haffner, descubre que en 1933 a la democracia alemana le fallaron dos defensas insustituibles: la prensa democrática y la justicia independiente; el venerado sistema judicial prusiano, que se creía sólido como los Alpes porque impidió a Federico el Grande expropiar ilegalmente a un modesto campesino para ampliar un palacio -origen del dicho “quedan jueces en Berlín”-, se derrumbó al primer asalto de los matones de pardo. Derrumbes similares han transformado otras democracias en dictaduras. Así que estamos de suerte, porque contamos con prensa independiente -como la que estás leyendo- capaz de enfrentarse a la corrupción sistémica, y nuestros jueces van a la huelga en defensa del Estado de derecho y la democracia.
Los que convocan la huelga, y son la gran mayoría, han decidido correr el riesgo de enfrentarse al poder ejecutivo y su mayoría legislativa, con grande escándalo de los turiferarios del gobierno protervo
La huelga judicial que se abre mañana con una concentración ante el Tribunal Supremo, es un aviso excepcional del peligro de hundimiento del Estado de derecho y la democracia. El último torpedo es la Ley Bolaños que pretende, de una tacada, quitar a los jueces la instrucción y encomendársela a la fiscalía dependiente del Gobierno, acabar con la policía judicial independiente y con el acceso por oposición a la carrera judicial. Excepto las franquicias serviles autodenominadas con arrogancia de falsa exclusividad Juezas y Jueces por la democracia y Unión Progresista de Fiscales, todas las demás asociaciones coinciden en convocar la huelga y las razones de excepción que la justifican.
Hemos tenido, repito, mucha suerte con los jueces. Como tantos otros funcionarios de alto nivel, de abogados del Estado a inspectores de Hacienda pasando por catedráticos de Universidad, podían admitir la comodidad de lo inevitable, e incluso acogerse a las posibilidades de medro y ascenso que ofrecería el nuevo marco legal para los adictos y sumisos, como es casi la norma en la mayoría de instituciones españolas. Lejos de caer en la tentación, los que convocan la huelga, y son la gran mayoría, han decidido correr el riesgo de enfrentarse al poder ejecutivo y su mayoría legislativa, con grande escándalo de los turiferarios del gobierno protervo (aprovechemos al menos para enriquecer el léxico) que hasta les niegan el derecho legal a holgar.
Es cierto que la Ley Bolaños parece improvisada por la desesperación gubernamental ante el cerco judicial al enorme estercolero puesto al descubierto por la investigación de la UCO y del periodismo independiente. Seguramente no pasaría el filtro de los Tratados Europeos, que ya han parado reformas parecidas de los gobiernos populistas de Polonia y Hungría, sí, de gobiernos de partidos -el PIS polaco, con perdón, y el Fidesz magiar de Orban– que, según el sanchismo, son el epítome de la ultraderecha. O la que promovía Netanyahu -¡vade retro, un judío!- provocando la mayor movilización democrática de la historia de Israel, antes de que Hamás le sacara del apuro.
Sea lo que sea la justicia metafísica, la terrenal consiste en que nadie sea juzgado por el mismo sujeto que ha hecho la ley y ordena su cumplimiento, es decir, por un gobierno o señor con poder ilimitado
La coincidencia de los populismos de extrema derecha e izquierda en controlar el poder judicial es todo menos casual. Responde a una doble necesidad: en primer lugar, librarse de tribunales independientes; en segundo, y no menos importante, acabar con la división de poderes liberal, teorizada por Spinoza, Locke y Montesquieu (hasta Aristóteles adelantó un esbozo en su Política), esencial para cualquier sistema elementalmente democrático. Pues sea lo que sea la justicia metafísica, la terrenal consiste en que nadie sea juzgado por el mismo sujeto que ha hecho la ley y ordena su cumplimiento, es decir, por un gobierno o señor con poder ilimitado.
En la democracia, la justicia es un servicio público al que acude infinidad de ciudadanos y entidades para resolver sus problemas, y del que esperamos protección contra el crimen. Pero ante todo es un poder del Estado, como el ejecutivo y judicial. Solo un poder público, es decir, aceptado por todos y regulado según la Constitución, tiene legitimidad para acciones tan graves como privar a personas de su libertad, bienes y reputación. Y es un poder de contrapeso al legislativo, que hace las leyes, y al ejecutivo que las pone en práctica, contrapeso basado en el principio de que es mucho mejor que sea un tercero, y además profesional del derecho, en vez de un político profesional que sea juez y parte, quien juzgue si alguien ha cumplido o no la ley. Esto es lo que tanto molesta a los enemigos de la democracia liberal.
El más político de los poderes
Podría decirse que el judicial es el más político de los poderes porque es el único que depende del consentimiento social y de conocimientos profesionales en vez de las urnas, aunque el absoluto desprestigio del concepto “político” parezca una acusación y una mancha. Sus peculiaridades repugnan a la mentalidad demagógica o populista, incapaz de admitir que no todos los poderes deben ser electivos, ni representativos, precisamente porque el juicio legal debe ser neutral e independiente, como rechaza que la “voluntad popular” -es decir, el gobierno de la dictadura- deba someterse a la legalidad, y no al revés.
Todo esto nos lleva a la paradoja de que el poder judicial deba ir a la huelga para defender no ya reivindicaciones de tipo laboral, como las de 2009 y 2018, sino su independencia, de la que depende la democracia y por tanto los derechos de todos. Nadie imagina al ejecutivo de huelga ni tampoco al legislativo -aunque Bélgica vivió algo parecido sin mayores daños varias veces, con récord de 659 días sin gobierno-, pero es que ningún otro poder depende tan estrechamente de límites legales y procedimientos muy estrictos y restrictivos de la voluntad del juez.
La huelga no habría sido necesaria si la Constitución hubiera establecido controles eficaces del poder ejecutivo, y si los partidos no hubieran atropellado a la propia Constitución con la reforma del procedimiento de elección del CGPJ de 1985 a iniciativa del PSOE (¡de Felipe González, qué sorpresa!), convertida en reparto de cuotas de los partidos mayoritarios. Tampoco si el nefasto Tribunal Constitucional no hubiera invadido de facto la potestad de dictar sentencias penales del poder judicial, que no tiene, además de tergiversar la Constitución con interpretaciones como la segura ratificación de la archicorrupta Ley de Amnistía.
Lo que está en peligro
Por eso la huelga de jueces nos está diciendo a gritos, fuera ya del lenguaje formulario y mesurado de los autos y sentencias, que lo que está en peligro no es otra cosa que el Estado de derecho y la democracia. Merece y necesita todo nuestro apoyo, si no queremos caer por pasividad en otra era de infamia y corrupción legalizada. Elijamos: huelga de jueces, o dictadura.