Ignacio Camacho-ABC

  • La sentencia desborda el concepto de Constitución abierta para someterla al criterio –o al capricho– del Parlamento

Hay una llamativa y patente retroalimentación de ideas entre el preámbulo de la ley de Amnistía y la sentencia del Tribunal Constitucional que la ratifica. Quizás algún día se conozcan, UCO mediante, los detalles de la negociación con que Santos Cerdán, Puigdemont y sus abogados apañaron la compraventa de la investidura sanchista, y sea posible saber cuántas y qué manos participaron en el proyecto normativo hasta dar forma a su redacción definitiva. Ninguna de las partes ha negado nunca, ni siquiera por decoro, la intervención de los beneficiarios de la impunidad en la elaboración del texto que había de proporcionársela, anomalía que por sí misma debería bastar para deslegitimarla como fruto de una transacción política bastarda. Pero el veredicto de la corte de garantías se aparta de esa cuestión clave cuya toma en consideración conduciría de modo inevitable a concluir una motivación arbitraria, incompatible con el ordenamiento de la democracia.

De un jurista experto como Conde-Pumpido, piloto de la resolución, cabía esperar mayor grado de sofisticación doctrinal en los argumentos. Como poco, una exhibición imaginativa de constructivismo, un ejercicio hermenéutico, un despliegue de soportes epistémicos de su célebre interpretación relativista del Derecho. Sin embargo, el dictamen de la magistrada Montalbán apenas se limita a reproducir la chatarra retórica del Gobierno, esa pedestre apelación a las razones humanitarias, los procesos de reconciliación y la autonomía legisladora del Parlamento. Aspecto este último que sobrepasa incluso el concepto de la Constitución como modelo abierto para subordinarla al criterio –o al capricho– de la correlación mayoritaria de fuerzas en cada momento. Es decir, para liquidarla de hecho, y con ella el papel del propio intérprete de sus preceptos, convertido a su vez en mera instancia de validación de cualquier cambio sobrevenido de las reglas de juego.

No ha habido al respecto margen alguno de sorpresa, como no lo hay desde que los magistrados del TC decidieron renunciar a todo atisbo de independencia para ejercer de correas de transmisión de los partidos bajo una disciplina férrea. La previsibilidad del fallo, concomitante en plazo con las urgencias del Ejecutivo, y el evidente parentesco del arbitraje de constitucionalidad con la declaración de principios de la ley juzgada sugieren una inspiración común que abre lugar a la sospecha. No es la primera vez, ni será la última, que se produce este tipo de coincidencia, como tampoco resulta nueva la proclividad del sector ‘progresista’ –léase progubernamental– a arrogarse la competencia de reformar la Carta Magna mediante enmiendas encubiertas. Sólo que ahora la mutación afecta al núcleo mismo del sistema: la seguridad jurídica frente al abuso de poder y la justicia como mecanismo de tutela de una igualdad arrollada por esta infame componenda.