Miquel Escudero-El Correo

Hace siete años PSOE y PP acordaron ofrecer la presidencia del CGPJ al magistrado del Tribunal Supremo Manuel Marchena, quien presidía la Sala de lo Penal. Tras producirse una indiscreción interesada, declinó el nombramiento. Presidió el juicio del ‘procés’ (retransmitido íntegramente en directo) y ejerció su autoridad de forma decidida, afable y clara. De forma magistral, a un testigo que dijo declarar por imperativo legal le señaló que era una apostilla superflua: «Todo lo que está pasando aquí es por imperativo legal».

El juez Marchena ha escrito un libro dirigido al público en general: ‘La justicia amenazada’. En su perspectiva de la violencia contra las mujeres, parte de que nadie puede asegurar que su política de prevención vaya a acabar con las reyertas violentas, con el tráfico de drogas o con los asesinatos. Y que hacerlo arrastra una fatal sensación de fracaso. Marchena se fija en el tratamiento mediático de estos crímenes y en el efecto imitativo. Es preferible que trascienda la respuesta implacable de los tribunales de justicia, que se sepa que las mujeres maltratadas «sustituyen su particular cárcel doméstica por la transitoria casa de acogida», que las mujeres que han decidido liberarse de su yugo firman contratos de trabajo. Es decir: la liberación es posible.

Manuel Marchena sabe que a estos asesinos les obsesiona su fama: que «todo el mundo se entere de que conmigo no se juega»; y no soportan que la mujer ‘dominada’ alardee y les rechace en público. Con esto hay que contar para optimizar la eficacia de la prevención. Para reducir esa pulsión criminal es capital jugar bien con la publicidad de su brutalidad.