Leyendo estos días el divertido y documentado libro de Alfonso Domingo Cabaret Iberia, he encontrado una anécdota que me ha dejado boquiabierto. Cuenta Domingo que presidiendo el Congreso de los Diputados Julián Besteiro (lo hizo entre 1931 y 1933), el admirable profesor socialista estuvo a punto de suspender una sesión porque sus señorías se dedicaban a tararear melodías pegadizas. Me lo imaginé y enseguida me asaltaron preguntas sin respuesta: ¿eran muchos quienes tarareaban?, ¿canturreaban de forma espontánea?, ¿eran de partidos distintos?, ¿de cuáles? Un comportamiento pueril que, en el caso de estar distribuido de forma transversal en la Cámara, podía exhibir camaradería más allá de la filiación política; lo que siempre es deseable para la concordia y el buen humor.
Tomando un café con una amiga, le conté esto que acabo de decir. Su respuesta fue inmediata. “Mucho mejor esto que lo de la Vallugera”. Esta diputada de ERC acababa de ser fotografiada vulgarmente despatarrada sobre el escritorio del escaño de Ábalos; en el Grupo Mixto. Desaliñada, su falta de compostura y de respeto evidenciaba que le traía al pairo lo que allí se dijera y que incluso podría apetecerle ciscarse in situ. No era la boba chulería de Aznar sobre la mesa de Bush (una postura acomplejada que parecía decir a los españoles: ‘mirad de lo que soy capaz’, ‘mirad qué bien integrado estoy entre la gente importante’), ella fue pillada en pose chabacana. Su grosería y su falta de modales degradan a un Parlamento; a una persona así coloquialmente se le asigna un calificativo que me abstengo de escribir y que a ustedes no les costará identificar.
Hace algo más de dos meses, Vallugera interrumpió a un interrogado (en una comisión de investigación) porque le acababa de llamar señora y se quejó (sin modales, grosera, con dura chulería): “o señoría o diputada, pero no me llame señora”. La abrupta diputada tiene la piel muy fina para según qué cosas: airada, dijo que le irritaba el tono ofensivo del interrogado. Vale más ver esa breve escena, grabada y disponible para todos, que añadir nuevas palabras.
Vayamos ahora a su ínclito compañero de filas Rufián. Hace casi diez años que entró en el Congreso y afirmó que sólo estaría dieciocho meses como diputado, “como máximo”. Pero ahí lo tenemos. No pasa nada. En este último decenio se ha disparado no sólo la falta de cortesía entre los políticos, sino el alarde de ser faltón (algunas exhiben un áspero supremacismo hispanófobo, sin renunciar a cobrar sustanciosos emolumentos del Estado). Coincide con la apoteosis de la mentira y la palabra hueca; llámenle ‘posverdad’ para que quede más guay. Dice Rufián que “la izquierda no puede robar, nosotros no podemos robar; esta gente sí (la derecha)”. ¿De verdad él es de izquierdas?, ¿qué significa serlo de verdad y no de boquilla? Altivo, pretencioso, dándose tono (lo que a algunos les causa admiración y a otros nos asquea) le espetó también a Sánchez: “jure y perjure que no estamos ante la Gürtel del PSOE”. ¿Es posible hacer esto que le exigía?
El verbo ‘perjurar’ significa jurar en falso o bien incumplir el juramento hecho. De este modo, la Real Academia Española califica de ‘perjuro’ a quien ha jurado en falso o quebrantado maliciosamente el juramento que hizo. Hay, sin embargo, otra entrada en el diccionario de la RAE que está en desuso y que también es peyorativa: implica jurar mucho o por vicio, con insistencia para hacer verosímil lo que se declara. No importa, en el Congreso tenemos el nivel cultural que tenemos. Sánchez no advirtió el disparatado sentido de la frase de su aliado o, simplemente, presa de nerviosismo, no corrigió la metedura de pata de quien pretende hablar a la pata llana, con descaro e infalibilidad. No se puede jurar y perjurar lo mismo a la vez, a no ser que entremos en una deriva cuántica: una cosa y la contraria, vivo y muerto a la vez, en tanto no se abra la caja donde se encerró al gato de Schrödinger y se produzca la sacudida y el colapso.
La ultraderecha de Fuerza Nueva odiaba a muerte a Adolfo Suárez, y no se cansaba, un día tras otro, de calificarlo de ‘perjuro’ tras su carpetazo al Movimiento Nacional para dar paso a la democracia, a la que unos llamaban ‘inorgánica’ y otros ‘formal’; todos desafectos al sistema de libertades.
La disyuntiva que Rufián quería plantear a Sánchez tiene, no obstante, sentido. Sucede que todo era fingimiento y hacía el paripé. Nadie dimite en la coalición jactanciosamente denominada ‘progresista’; menudo blanqueo para sus componentes reaccionarios, una corrupción moral de la que se habla muy poco, siempre insuficientemente, y que explica mejor la resonante corrupción económica. Y no dimiten porque tienen muchos intereses en juego y hay que seguir mordiendo hasta que no quede nada. Pobre España, pobres nosotros.