- Lo que ha detonado este divorcio político entre las mujeres y el sanchismo es una larga lista de afrentas, silencios y retrocesos disfrazados de avances.
Yo diría que a las mujeres nos resulta especialmente difícil perdonar la traición.
Llevamos muy mal la decepción. Y desde luego, la corrupción (esa que se esconde en prostíbulos y se manifiesta en chanchullos, nepotismo y cesiones indignas y luego nos pasa la factura a los contribuyentes) nos produce tanto asco como rabia. Un vómito ético.
Este movimiento profundo (que, como diría Frances McDormand, tiene mucho de tectónico), no se explica sólo por el escándalo del putiferio.
Lo que ha detonado este divorcio político entre las mujeres y el sanchismo es una larga lista de afrentas, silencios y retrocesos disfrazados de avances.
Los hachazos al buen gobierno corporativo, por ejemplo.
Bajo el gobierno de Pedro Sánchez, el mérito ha dado paso franco al amiguismo: la colocación de leales (no precisamente brillantes) en cargos públicos, la inflación de asesores sin nombre, el reparto de sillones según obediencia y no capacidad, la marginación de mujeres solventes y fuertes que han sido apartadas por no comulgar con el dogma sectario de turno.
La sustitución de referentes por peones.
La brecha salarial no sólo no se ha reducido, sino que ha crecido en diversos ámbitos, como confirman las estadísticas, aunque haya desaparecido de la agenda de Moncloa.
Respecto a la violencia sobre la mujer, el negro contador de mujeres asesinadas está yendo a peor, sin un solo plan integral nuevo que haya demostrado eficacia.
El Ministerio a cargo, con la venia del presidente, ha estado sucesivamente ocupado en atornillar un feminismo corrosivo, identitario y performativo, más preocupado por imponer sesgos que por salvar vidas. La promesa de erradicación ha resultado otro eslogan hueco.
¿Y qué decir de la presencia de mujeres en la alta dirección? Ha descendido. Así de simple.
Sólo ha crecido la representación femenina en los consejos de administración de grandes empresas, porque la directiva europea obliga. La ley de paridad española anunció que pretendía ir más allá, pero falla porque es insuficiente, está mal diseñada y peor explicada.
Los analistas políticos suelen olvidar un aspecto importante: nosotras no votamos sólo por nosotras. El voto femenino no es precisamente egocéntrico.
Las mujeres solemos votar con la mirada amplia, pensando en el bien común de los nuestros, de nuestras familias, de nuestras comunidades.
Para proteger hay que mejorar, y para mejorar hay que cambiar. Nos importan cosas tan básicas como la educación pública, la sanidad, la vivienda, el empleo, la justicia, la ética de las instituciones. El futuro de nuestros hijos y nietos.
Y por eso, cuando percibimos que se nos miente mientras nos ponen mirada acero azul y morritos de superfeminista… reaccionamos.
Miren, si no, a las mujeres mayores, en las que el PSOE aún confiaba como último bastión. También se han hartado.
Ellas, que han vivido la escasez, la Transición y la consolidación democrática, no toleran el embuste constante. Tanto enfangamiento, semejante complicidad con quienes desprecian los valores que nos costó tanto conquistar.
No perdonan la amnistía que borra delitos que se juró no perdonar ni olvidar. No compran el discurso polarizante que pretende que toda crítica es facha y toda lealtad es virtud. Han visto, con dolor, cómo su voto ha sido espuriamente utilizado. Y han decidido que van a retirarlo.
Porque esto ya no va del PSOE tradicional, el que tantos consideramos pilar democrático y garante de una España moderna.
Esto va de la degeneración de un proyecto político, convertido en una maquinaria clientelar, sectaria y políticamente corrupta, diseñada a la medida de Pedro Sánchez y puesta al servicio exclusivo de sus ambiciones.
Pero puede que, al final, el voto que encumbró al Mr. Handsome del feminismo impostado sea el mismo que certifique su defunción política. Más que paradójico, podría entenderse como un tipo de justicia poética.
Porque el desplome del voto femenino del PSOE no es sólo una condena al sanchismo. Es también una llamada de atención —y de oportunidad— al Partido Popular.
Las mujeres españolas no van a apoyar a Feijóo por entusiasmo, sino por hartazgo. No será tanto un voto de adhesión como de corrección.
Por tanto, la pregunta no es si este vuelco beneficia al PP (que lo hace), sino si este partido estará a la altura de lo que ese voto exige. Porque lo que se ha roto no es sólo una lealtad electoral: es un pacto de confianza, y reconstruirlo requiere más que cálculo político.
El Partido Popular puede encontrarse recogiendo un capital inesperado. Mujeres que, durante años, jamás se habrían planteado darle su voto, ante un PSOE corroído por la mentira, el cinismo y la corrupción, miran ahora al PP.
Pero que lo miren no significa que se queden. Este es el primer punto crucial: el voto femenino no es heredable ni permanente. Es volátil porque es reflexivo.
Y si el PP quiere consolidar ese apoyo, deberá entender que este no es un cheque en blanco, sino un préstamo. Si lo malgasta, lo perderá.
El Partido Popular debería dejar de blanquear y romper con discursos reaccionarios que minusvaloran o directamente niegan realidades como la violencia contra la mujer o la brecha salarial.
Debería además dejar de mantener estructuras internas obsoletas y masculinizadas, atreverse a renovar liderazgos, a promover mujeres sólidas y con criterio propio, a romper la lógica del despacho cerrado y la fidelidad por encima del talento.
Durante años, el PP ha gestionado mal —o directamente ignorado— la cuestión política básica junto a la libertad: la igualdad.
O ha cedido el terreno por inseguridad y miedo al qué dirán, o ha caído en una visión conservadora que no conecta con la vida real de millones de mujeres.
Ahora debería ver que tiene la oportunidad única de soltar lastres ideológicos, salir del puro antisanchismo y recuperar su vocación de gobierno serio, moderno y reformista.
El nuevo voto femenino no sólo puede consolidar al PP como alternativa mayoritaria (y libre de hipotecas reaccionarias), sino que puede obligarlo a redefinirse en positivo, si es capaz de entender este momento como lo que es.
Porque no es un cambio de ciclo electoral, sino un ajuste definitivo de su brújula desorientada.
Si lo hace, este voto femenino puesto en pie no sería sólo la lápida del sanchismo, sino el acta fundacional de una nueva etapa. Más madura, más ética y, cómo no, más justa.