Tengo desde hace tiempo dos ideas muy arraigadas sobre el mundo de los jueces. La primera es el respeto al que se ha hecho acreedor Manuel Aragón Reyes, un hombre a quien sus convicciones ideológicas nunca le han impedido apostar siempre por sus principios morales. La segunda es una paráfrasis de aquella sentencia de Oswald Spengler, que veía en un pelotón de soldados la salvaguarda de la civilización. En nuestros tiempos no son sodados, son jueces.

Comparecía ayer Manuel Aragón en nuestras páginas dando una lección magistral de Derecho Constitucional. Cualquier comparación de Aragón con los seis pájaros que dieron por buena la Ley de Amnistía, encabezados por Conde-Pumpido, y santificaron con ella la mayor prevaricación que ha conocido la judicatura española desde Baltasar Garzón debería llevarnos a un bochorno infinito. Naturalmente Garzón es el séptimo, pero al menos él pagó la suya con su expulsión de la carrera judicial. Siente pena por el Tribunal del que antaño formó parte y que ha hecho de la Constitución un texto no ya líquido, sino gaseoso, dejando a nuestra carta magna hecha un guiñapo. Desobedecer, falsear o inaplicar la Constitución, nunca puede ser operaciones constitucionales, sino rigurosamente inconstitucionales.

Considera, razón que le sobra, que el T.C. no es el dueño de la Constitución, sino su servidor y que su capacidad de interpretación del texto tiene límites, al igual que los tiene la democracia en su conjunto. Cierto que Felipe González pecaba de cierto presidencialismo, pero eso nada tenía que ver con el populismo desatado del actual presidente. Felipe jamás pensó gobernar sin el concurso del Parlamento o prorrogar durante varios ejercicios los Presupuestos sin presentarlos siquiera en el Congreso, en abierto incumplimiento del artículo 134.3 de la C.E.

Señala Aragón Reyes algo que ya había movido a perplejidad a buena parte de la opinión pública española, ante el arrojo de un presidente que decide en solitario cuánto le va a pagar España a la OTAN. Con idéntico desprecio al Parlamento y al propio Consejo de Ministros que preside, él decide qué relación tenemos con Marruecos y además hace algo que sus antecesores González y Aznar nunca hicieron: apoyarse en partidos antisistema para mantenerse en el Gobierno. Ha entregado la Ley de Amnistía a quienes son al mismo tiempo sus redactores y sus beneficiarios a cambio de los siete votos de Junts. Esos mismos siete votos que ha vuelto a comprar para convertir a Salvador Illa en presidente de la Generalidad y a cambio de los cuales ha prometido la soberanía fiscal para CataluñaEsa es la corrupción institucional que es la peor de todas, aunque a los ciudadanos les cueste más verla.

El pasado sábado se cumplieron 15 años de la sentencia del Tribunal Constitucional y los lectores recordarán que cuatro años antes, el 18 de junio de 2006 se había aprobado en referendum el nuevo Estatuto de Autonomía, con una participación del 48,8% del censo electoral. Baste comparar esta abstención con la registrada en el referéndum del Estatuto de Sau en 1979, que fue del 60% y con la participación de los ciudadanos catalanes en el referéndum de la Constitución española del 6 de diciembre de 1978, que llegó al 67%. Cataluña fue la región (aún no era Comunidad Autónoma) en la que se votó con más fuerza el texto constitucional: un 90%.

Zapatero, que era muy dado a hacer frases pronosticó que el nuevo Estatut iba a salir “tan limpio como una patena”. Alfonso Guerra, más obrerista en su lenguaje, dijo que el Congreso se había cepillado en proyecto “como un carpintero”, aunque era irremediable que culpara del asunto al PP, que criminalizó a todo el mundo, lo que hizo que los nacionalistas se calentaran.

El  resultado fue un Estatuto mastodóntico, con más artículos que cualquiera de las Constituciones europeas, incluida, naturalmente, la española. En estos tiempos en que hemos visto al Gobierno de Sánchez y muy singularmente a su ministro de Asuntos Exteriores bordear primorosamente el ridículo con la prentesión fallida de que la Unión Europea admitiese el catalán como lengua oficial, es preciso recordar que ya hace 15 años el Tribunal Constitucional rechazó  la proclamación de que el catalán era la lengua preferente de Cataluña. También rechazó la financiación y su proclamación sobre la Justicia. Catorce fueron los artículos pasados por la garlopa. No se eliminó ‘Cataluña es una nación’, pero se dejó claro que era una afirmación sin peso jurídico. Ahora ya tienen a Conde para darle contenido.