- No pienso que el socialismo español le sobreviva. Me da igual. Pero si alguien en ese partido sueña aún con salvar un átomo de la moral perdida, es hora de abrir los ojos. Sólo la amputación de Sánchez podría aún dar al PSOE, ya que no vida, al menos una muerte digna
Todo. Converge todo. Vertiginosamente. Hacia un vértice, desde el cual sólo parece posible dar algoritmo a esta tempestad que se va llevando al Estado por delante. Tal vez, a la nación con él: si los designios de Puigdemont hacia su esclavo madrileño se consuman. Desde las sórdidas zahúrdas de la calle Ferraz, hasta los solemnes salones donde un mitómano autista y su inquietante esposa aguardan, locamente enamorados de sí mismos, el momento de prender fuego a su privada Roma. A estas alturas del drama, todo ya ha sucedido. Sin exageración alguna. No es hora de retórica. Si acaso, de enumeración. Mil veces más letal que cualquier lamento.
Robo, proxenetismo, fraudes contractuales, fraudes electorales verosímiles, prevaricación por sistema para beneficiar a parientes y amigos, evasión y lavado de dinero negro, uso de la Fiscalía General al servicio de vendettas mafiosas… Y, de algún modo, lo peor de todo: esta vulgaridad de patanes con hambre atrasada y alma presidiaria.
Y asusta, confesémoslo, constatar que, espectadores de tanta vileza, parece como si nos hubiéramos avenido a ser plácidamente sensatos, a encogernos de hombros, a hacer como que miramos a otra parte, a cualquier sitio en el que nada de esto se vea, a fingir que en nada este desmoronarse nos afecta, a repetir —a repetirnos— que esta ciénaga desbordada es ajena a nuestras vidas e intereses.
Un día de estos que están viniendo de camino, puede que en muchas menos semanas de las que imaginamos, un juez se plantará ante la puerta del Palacio de la Moncloa. Como otro se presentó ya en la puerta de Ferraz. Y no será siquiera para pedirle cuentas a la beneficiada esposa. Será para pedírselas al único desde cuyas alturas el mapa completo de la podredumbre pudo ser dibujado. Sólo entonces, tal vez, el amo —del partido y del gobierno— se digne dar las claves del tesoro cuyas migajas devoraron Cerdán y Ábalos; y a olisquear, y con cuyos mendrugos hubo de conformarse un portero de burdel llamado Koldo.
Los socialistas —si es que socialistas quedan— deberían ser los primeros en entenderlo. Nadie en su sano juicio puede creerse que, de los cuatro que desde un Peugeot sombríamente financiado dieron su triunfal golpe de partido, sólo uno estuviese exento de robo. Y que ese uno fuera precisamente su jefe. En un negocio tan jerarquizado como el PSOE, ni un meñique mueven los capataces sin que la orden les venga desde arriba. Y arriba hay sólo uno. Ese uno que aguarda ahora la llegada de los jueces.
¿Y qué pasará entonces? ¿Qué, cuando la tenaza se cierre, no ya sobre los jefecillos intermedios, no ya sobre hermano ni esposa, cuando se cierre sobre esa persona suya él creyó intocable? Va a pasar que la gangrena se extenderá a todo. Y del «Partido Socialista Obrero Español» no quedará ni el nombre.
No voy a lamentarlo. El PSOE tuvo, a partir de 1982, la ocasión dorada que anhela todo partido decente: un país virgen, una nación a estrenar. La corrompió. Al mismo ritmo en que sus dirigentes se enriquecían. Pero a esta gangrena de ahora, la de Sánchez, confesémoslo, no había llegado nadie. No pienso que el socialismo español le sobreviva. Me da igual. Pero si alguien en ese partido sueña aún con salvar un átomo de la moral perdida, es hora de abrir los ojos. Sólo la amputación de Sánchez podría aún dar al PSOE, ya que no vida, al menos una muerte digna.