Amaia Fano-El Correo

El caso de corrupción que ha llevado a prisión provisional sin fianza a Santos Cerdán, hasta hace pocas semanas secretario de Organización del PSOE y mano derecha del presidente, por los presuntos delitos de cohecho, tráfico de influencias e integración en organización criminal, y que mantiene como investigados a José Luis Ábalos y Koldo García, en el marco de una trama de cobro de comisiones por adjudicaciones irregulares de obra pública, ha cruzado una línea que ya no permite eufemismos ni escudos retóricos. No se trata de tres manzanas podridas que han sido arrojadas del cesto socialista «con contundencia e inmediatez», como al presidente le gusta remarcar. Es el resultado de una forma pervertida de ejercer el poder. Y cuando el poder se corrompe hasta límites ética y moralmente inasumibles, la responsabilidad no se delega: se asume en primera persona.

Se podrá decir que Sánchez no está imputado ni hay -por ahora- indicios de que haya participado directamente en los hechos que investiga la UCO, pero el problema no es judicial, sino político. Y la política no precisa pruebas, sino credibilidad y responsabilidad institucional.

Cerdán no era una persona que no tiene nada que ver con el PSOE, como María Jesús Montero se ha atrevido a decir. Era el hombre fuerte del partido, el presunto jefe de la ‘cloaquera’ Leire Díez y la persona encargada de la interlocución con los socios de investidura, el muñidor de pactos, votos y alianzas del Gobierno. Y Ábalos fue también secretario de Organización del partido y responsable del Ministerio con más presupuesto. Ambos formaban parte del círculo de máxima confianza de Pedro Sánchez desde el famoso Peugeot.

Lo que hoy se descubre en el auto del juez instructor no es ajeno al proyecto político del presidente: es una consecuencia directa de un modelo de gobernanza construido en torno al culto al líder, la mentira, la falta de transparencia y de controles. El resultado no puede sorprender a nadie. Y quien lo lideró, lo toleró y/o lo utilizó tiene el deber de dar un paso al frente y responder por lo sucedido.

El daño al PSOE ya está hecho. El sanchismo ha conseguido convertir un partido con 146 años de historia en un club de fans. Pero el daño al país aún puede evitarse. Sánchez debe comparecer ante el Congreso y someterse a una cuestión de confianza. Si la supera, podrá continuar gobernando con legitimidad renovada. Pero, si no lo hace, tendrá que convocar elecciones. Esa es la dignidad política que se le exige a un mandatario en tiempos de crisis. No basta con resistir, hay que someterse al veredicto democrático.

El presidente no puede esconderse detrás de la Justicia ni de sus socios parlamentarios que hasta ahora han preferido retrasar lo inevitable y sostener una legislatura agónica, antes que facilitar un adelanto electoral que ponga en riesgo su actual poder de influencia. Ellos también deben reflexionar. Si la continuidad de este Gobierno depende de que miremos hacia otro lado frente a la corrupción sistémica y el deterioro institucional, no estamos ante un pacto progresista, sino ante una ‘omertá’.