Martín-Miguel Rubio Esteban-El Debate
  • La alternativa de excluir simplemente a los pobres, a los inmigrantes y a los ignorantes de la política y dejarlos sin estructuras de significado locales o personales en una sociedad de consumo, probablemente sea a largo plazo más destructiva para la estabilidad política

El orden político, tal como lo retrataron Protágoras, Tucídides y Demócrito, no aspiraba a trascender el interés propio, sino a moldearlo (no a coaccionarlo), a dotar a los hombres de una identidad social y una comprensión cívica para su propio bien. Se creía que todos los ciudadanos eran capaces de apreciar y sentir la conexión entre sus intereses y los de la comunidad, ya que, como participantes políticos activos, se les pedía constantemente que evaluaran e interpretaran dicha conexión. Pero a partir de Platón y Aristóteles, muchos comenzaron a temer la fuerza del deseo y la emoción en el hombre, y su vulnerabilidad a la manipulación. Y la apatía y la ignorancia de la mayoría de la población se empezó a considerar una situación normal e incluso deseable.

Los fundadores de la república estadounidense vieron su tarea como la encarnación de la virtud cívica y el liderazgo culto característicos de las repúblicas aristocráticas en una forma democrática apropiada para una gran sociedad comercial. Reconocieron la necesidad de inculcar las virtudes públicas, pero estas no se interpretaban como cualidades necesarias para gobernar, sino como la elección de gobernantes capaces y con espíritu cívico. Es posible que Madison y otros dieran por sentado el papel formativo de las comunidades locales estrechamente unidas. Su estrategia explícita para asegurar el bien público no dependía de la difusión de la experiencia en autogobierno local, u otras formas de participación política, sino en mecanismos constitucionales diseñados para contrarrestar el funcionamiento del interés propio y canalizar el sentimiento popular hacia la selección de líderes virtuosos. Sin embargo, Thomas Jefferson y Thomas Paine reconocieron siempre la conveniencia de la experiencia en autogobiernos locales, y esta corriente se articuló con fuerza en el siglo XIX en el estudio de De Tocqueville sobre la democracia estadounidense. Debido a su creencia en la importancia de cultivar la virtud cívica y a su falta de confianza en el poder transformador de la interacción política democrática, todos estos teóricos, al igual que Aristóteles, definieron y analizaron la política de tal manera que excluían a la masa de la gente común de la plena participación democrática.

El reto consiste ahora en recurrir al ejemplo de una democracia viva, la antigua Atenas, y alejarse de la tentación a la que sucumbió Aristóteles, la tentación de rechazarla en favor de una alternativa aparentemente más manejable. La Atenas de los siglos V y IV sirve de estudio del caso sobre la posibilidad de combinar la integración social con la participación popular activa y la controversia política aguda. La política ateniense moldeó la autocomprensión del hombre según criterios cívicos. La teoría política ateniense abordó el cuestionamiento reflexivo de la conexión entre la política y el bien humano. El cuestionamiento reflexivo y la necesidad de una comprensión más reflexiva del orden político fueron impulsados por el desafío de incorporar a las masas, a los pobres, al mundo de la virtud cívica y la responsabilidad cívica, y de explicar cómo se podía ordenar una política compuesta por tales hombres.

Nuestra necesidad de adoptar este enfoque del orden político es comparable, pero aún más acuciante. Tanto en el ámbito político como en el reflexivo, debemos salvar una distancia mayor y menos mediada. A diferencia de los antiguos, ahora afirmamos respetar la dignidad y el valor moral de todos los seres humanos. En parte debido a la inclusión en la política moderna de los equivalentes funcionales de los esclavos y extranjeros del mundo antiguo, a quienes se les negaba el estatus político y ético, las democracias modernas se caracterizan por una disparidad mucho mayor en las condiciones de los ciudadanos. Para tratar a todos los seres humanos como igualmente dignos de respeto moral básico, debemos vernos a nosotros mismos desde un ángulo en el que nos despojamos de las características diferenciadoras y nos situamos en una relación abstracta con las estructuras del poder político, el Estado. Nuestra determinación de tratar a todos los hombres como moral y políticamente dignos es un auténtico avance ético, y las garantías procedimentales son esenciales.

Pero el verdadero reto al que se enfrenta una cultura democrática que pretende abarcar a todos los seres humanos a su alcance es mostrarles un respeto sustantivo, otorgarles una dignidad genuina. Esto significaría dejar, o más bien hacer, que la ciudadanía y la política importen, y con ello arriesgarse a que se expresen intensos desacuerdos sustantivos. MacIntyre (vid. After Virtue, a Study in Moral Theory) señaló la paradoja de que, en esta cultura altamente individualista que valora el pluralismo, «se aprecia el consenso y se sospecha del conflicto de intereses. Hay algo desconcertante y perturbador en las diferencias reales que nos dividen». La alternativa de excluir simplemente a los pobres, a los inmigrantes y a los ignorantes de la política y dejarlos sin estructuras de significado locales o personales en una sociedad de consumo, probablemente sea a largo plazo más destructiva para la estabilidad política.

  • Martín-Miguel Rubio Esteban es escritor