Gabriel Albiac-El Debate
  • ¿Cómo tantas buenas intenciones pudieron, al cabo de sólo cuatro decenios, acabar aquí? «Aquí» es una banda de gánsteres que extrae su beneficio de un Estado que dejó de servir para otra cosa. «Aquí», es una mafia de proxenetas, ladrones de fondos públicos y de negocios privados

No es que ya, a estas alturas del viaje, vaya él a añorar los años de la esperanza. Los providencialismos mundanos están bien para los muy jóvenes. Y depositan una primordial vergüenza ajena cuando llega la edad adulta. Pero es verdad que, aun inconfesa, pervive una añoranza en su memoria. Y una pregunta en la que late el inocultable regusto de un remordimiento: ¿cómo pudimos llegar a esto?

«Esto»: lo inimaginable. Inimaginable en aquellos, ahora lejanos, días en los que todo comenzó. En un mundo tan por completo ahora extinto. Eran los años setenta. Hubo una generación, no aquí, no aquí sólo, en España; hubo una generación entera en toda Europa que vivió en la certeza de ir a ver el trastrueque total del convenido orden del mundo. Y, en el mundo, de unas vidas propias, llamadas a enterrar la grisura monótona de sus mayores. Y que apostó todo a esa mutación. Con el mismo abandono al huracán del destino con el que otros, algunos siglos antes, pudieron abandonarse a aquello a lo que Blaise Pascal llamara una «conversión»: disolución del yo en la grandiosa apuesta por el advenir del absoluto. Y ni siquiera sospecharon que en esa apuesta estaba resonando lo más letal en la vida de un hombre: una suplencia mundana de la salvación. Lo entiende ahora, cuando entender no sirve ya para nada. El huracán del tiempo lo aventó todo. Hasta depositarlo en este polvo sucio que penetra en todo. Esto que ya no es historia. Esto que es el podrido cadáver de sueños trocados en pesadillas.

¿Cómo sobrevivir en esto? Con el correr de los años, ésa acabó por ser la única pregunta. Y sí, puede que jamás haya habido una generación que no cerrase su vida sobre el horizonte de un tal desasosiego. Pero saber que es inexorablemente así, en nada corrige la angustia de habitar en eso. La angustia, enseñaba un viejo psicoanalista al que hoy nadie lee, es lo único que nunca miente. El desaliento, tampoco. Entenderlo nos sirve, al menos, para soñar en morir un poco menos imbéciles. En la España que se precipita ahora al vacío, no hay otra realidad que el desaliento.

¿Cómo tantas buenas intenciones pudieron, al cabo de sólo cuatro decenios, acabar aquí? «Aquí» es una banda de gánsteres que extrae su beneficio de un Estado que dejó de servir para otra cosa. «Aquí», es una mafia de proxenetas, ladrones de fondos públicos y de negocios privados. «Aquí» es un sindicato de matones que hace negocios fastuosos traficando, impune, con dictaduras bananeras que estén dispuestas a contratar a un expresidente o a un ministro en ejercicio para prestar servicios que avergonzarían al más triste de los palanganeros. «Aquí» es las cifras incalculables con las que Irán, Venezuela, la Argentina de Kirchner… se compraron, para uso privado, a esos caros –y rentables– fámulos cuyas vergüenzas recubría la tan envilecida denominación de «izquierda», cuyas derivas delictivas recubría la aún más envilecida denominación «socialista».

Y sé que a los más jóvenes les sonará muy raro; porque, en su experiencia del último medio siglo español, «socialismo» es sinónimo de robo. E «izquierda» lo es de tomadura de pelo. Pero hubo un tiempo, digamos que entre el mediar de los sesenta y el ocaso de los setenta del siglo veinte, durante el cual en esos términos sonaba un acento noble. Acertado o errado, a nadie en aquel decenio se le hubiera pasado por la cabeza que de esas palabras pudiera alguien hacer cuenta corriente. Un tectónico puritanismo, con mucho de inconsciente religión primitiva, habitaba las mentes de quienes bajo tales mitologías fantaseaban mundos nuevos. No entendieron que, al final de todo salvacionismo mundano, habita necesariamente la destrucción, que es el inexorable desenlace de lo imposible que el angelismo trascendente enmascara. Pascal de nuevo: «corremos alegremente hacia el precipicio tras haber puesto ante él un decorado que nos lo oculte».

Hubo, estoy seguro de ello, quienes quisieron ver en aquellas primeras mordidas a los constructores –era aún el final del los setenta– un justificable bandolerismo necesario para dar sólidas finanzas al recién renacido socialismo. Hubo –eran ya los ochenta– quienes, estoy seguro de ello, juzgaron legítimo asesinar desde un gobierno, cuya etiqueta «socialista» daba cobertura moral a todo. Bajo un González que se soñó gobernante eterno, Filesa y GAL fueron los nombres propios que dotaron de identidad al nuevo socialismo: cadáveres y dinero negro. Pero, al cabo, González resultó no ser eterno. Y la patulea de patanes, que Jorge Semprún acabó –demasiado tarde– por describir en los recuerdos de su infausta anécdota ministerial, quedó cubierta por la misericordia de que sólo un ministro y un viceministro acabaran en la cárcel. José María Aznar los indultó. No los amnistió, por lo menos: ya es algo; no gran cosa, pero algo. Pasaron unos pocos años. Llegó –accidentalmente– Zapatero. Y todo fue estiércol.

¿Esto de ahora? ¿La mafia como última reliquia de lo que un día se llamó política? ¿De verdad podría alguien, con una honestidad mínima, fingir estupor ante lo que supimos siempre inevitable? ¿De verdad podría alguien refugiarse en la coartada del asombro y repetir sin mentir, sin mentirse: cómo, cómo demonios pudimos llegar a esto?

Porque esto que somos ahora, es lo que fuimos siempre. Aunque ni entonces ni hoy sepamos avenirnos a confesarlo.