Ignacio Camacho-ABC
- Los pucherazos contra sus propios compañeros demuestran que el sanchismo lleva el fraude en su código genético
Intentó un pucherazo en las primarias contra Eduardo Madina. Dos votos, sí… que sepamos. Intentó otro pucherazo, con una urna tras una cortina, en el Comité Federal que lo acabó derrocando. Y consumó en las primarias andaluzas un pucherazo contra Susana Díaz. Y en las otras primarias, las más decisivas, también contra Díaz, era Koldo, el heroico aizkolari socialista, quien custodiaba los avales que Cerdán reunía. Antes de todo eso falsificó una tesis, y después, ya en el poder, enchufó a su hermano mientras su mujer se procuraba desde la Moncloa una cátedra especial sin tener título universitario. Y ahora vamos sabiendo también que el célebre Peugeot era una cloaca con ruedas donde se gestaba un asalto al Estado.
Ese coche debería figurar en el futuro en un museo de la corrupción política. No sólo porque tres de sus cuatro pasajeros –por el momento– hayan terminado ante los tribunales de justicia, sino porque se ha convertido en el símbolo de un sistema de fraude organizado que forma parte del ADN sanchista. Fraude en el doctorado, fraude la competición interna, fraude en las promesas electorales, fraude en los contratos públicos, fraude en el cumplimiento de la ley de transparencia, fraude hasta en las cifras de muertos –y en el comité de expertos– durante la pandemia. Los siete años de Gobierno, surgidos de una sentencia torticera, son una adulteración democrática, una malversación constitucional en espíritu y en letra.
Los manejos venales de Ábalos, Cerdán y compañía –una compañía cada vez más larga– son la consecuencia de ese vicio original, no la causa. La causa viajaba en el vehículo de las primarias, donde Sánchez debía de estar tan abstraído en sus cosas que no se enteraba de la torcida condición moral de su tríada pretoriana. Cuarenta mil kilómetros recorridos juntos en la más inocente ignorancia. Pero era de él, no de sus camaradas de andanzas, de quien sus compañeros, con Rubalcaba al frente, desconfiaban. Lo veían, con sobrados motivos, como un aventurero de conciencia laxa capaz de cualquier cosa y poseído de un rencoroso instinto de revancha. Un «insensato sin escrúpulos» en la inspirada definición de un periodista en estado de gracia. El jefe de una banda.
Hoy se presentará en el Congreso como un hombre dolorosamente traicionado. Hace un año era un hombre profundamente enamorado. Lo que ya no puede ser es un hombre honorable, salvo que se entienda en el irónico sentido shakespereano; no hay nadie, ni siquiera sus partidarios, capaz de creerlo a salvo de las responsabilidades derivadas de su alto cargo. Por omisión, por negligencia o por consentimiento, carece de crédito para declararse al margen del escándalo, por más que sus socios traguen su repugnancia y continúen apoyándolo a cambio de proteger sus propios intereses bastardos. Podrá estirar un poco más el mandato, pero ya no le queda capacidad de engaño.