Javier Zarzalejos-El Correo
- Muchos ciudadanos acaban por creer que aplicar la ley es un obstáculo para la convivencia cuando nos enfrentamos a crisis que generan los nacionalismos
Cuando las tramas de corrupción con todas sus múltiples implicaciones ponen de manifiesto que la lucha por el Estado de Derecho es una responsabilidad existencial en una sociedad democrática, parece un buen momento para reflexionar sobre esa concepción muy firmemente asentada en la izquierda que considera que la ley y el Estado mismo en sus responsabilidades esenciales como mantenedor del orden cívico y jurídico, son elementos prescindibles. Con tanta frecuencia escuchamos eso de que «hay que hacer política», siempre contraponiendo la política a la legalidad, que muchos ciudadanos terminan creyendo que, en efecto, aplicar la ley es un comportamiento provocador y un obstáculo para la convivencia, casi siempre cuando nos enfrentamos a alguna de las muchas crisis que generan los nacionalismos.
En el País Vasco, durante décadas convivimos con la ficción de que el brazo político de ETA no era en realidad el brazo político de ETA, o si lo era, no había una articulación tan directa que sometiera a aquel a la estrategia de los terroristas. Las cosas cambiaron cuando el Gobierno de Aznar impulsó la ley de Partidos Políticos y la investigación judicial y policial se concentró en las evidencias que demostraban que el brazo político de los terroristas era justamente eso, parte del cuerpo del terror. La ley de Partidos y la ilegalización de las marcas políticas de ETA fueron llevadas al Tribunal Europeo de Derechos Humanos que no sólo validó íntegramente las decisiones legislativas y judiciales, sino que se refirió a la ilegalización como una «necesidad» y añadió que no sólo los medios tienen que ser pacíficos y legales, sino que la finalidad tiene que ser compatible con una sociedad democrática pluralista.
Antes, los obispos vascos habían advertido de las sombrías consecuencias que, a su parecer, tendría la ilegalización para la sociedad vasca. Esta vez el don de la profecía no brilló. Las marcas políticas de ETA fueron ilegalizadas y disueltas, sus redes de control social fueron clausuradas, la ley se aplicó… y no pasó nada. Nada malo. Al contrario, el reencuentro con la seguridad que ofrece la ley fue balsámico. Luego, el PSOE hizo lo mismo que en Cataluña: deshacer en el Gobierno lo que había apoyado en la oposición y regaló a la representación política de ETA una legalidad que no merecían con la coartada de la pacificación construida por Rodríguez Zapatero. Hoy, con la perspectiva que ofrece el tiempo, basta ver a Bildu convertida en el apoyo más firme de Pedro Sánchez para entender que en aquellas indecorosas maniobras del Partido Socialista -«Patxi, harás cosas que nos helarán la sangre»- no había interés alguno en ganar lo que el Estado de Derecho ya había conseguido. Se trataba de cimentar la alianza entre los socialistas y los legatarios de ETA como bien ha quedado de manifiesto en los años de Sánchez.
En Cataluña, cuando el nacionalismo decidió dar continuidad a su tradición histórica de golpismo contra la democracia, el Gobierno de Rajoy aplicó el artículo 155 de la Constitución. El Gobierno de la Generalidad cesó, sus funciones fueron trasferidas al Gobierno de la nación y el Parlamento de Cataluña, zona cero de la sedición, fue disuelto. También aquí se repitieron dos hechos. Primero, en Cataluña no pasó nada de lo trágico que se decía que iba a ocurrir. Ni los Mossos se rebelaron ni los consejeros de la Generalidad tuvieron que ser sacados de sus despachos por la fuerza. La Administración autonómica siguió trabajando y la normalidad -que no es la normalización del delito- se abrió camino. El segundo efecto que también se repitió en Cataluña es que los socialistas deshicieron, una vez llegados al Gobierno, lo que apoyaron con gran aparato retórico cuando estaban en la oposición. La amnistía dejó de ser inconstitucional, y la «rebelión clarísima» que Sánchez detectó en Puigdemont mutó en un acto comprensible de protesta política ¿Normalización en Cataluña? Sólo si se considera normal que un prófugo dicte el gobierno, la sedición haya quedado impune, y que sean los delincuentes los que pacten el Código Penal. Lo que es claro es que aquellos que se inventaron una necesidad inexistente de normalización tanto en el País Vasco como en Cataluña se han lucrado políticamente con el apoyo con que les han correspondido los principales beneficiarios de tales imposturas, a saber, Bildu y Junts. Todo se explica.