- La tragedia española de los años treinta del siglo veinte, declina hoy pervertida en sórdido sainete de pícaros, ladrones y burdeles, en donde persevera nada más que la mugre
Escribir es una manía enigmática. Dar a leer lo que se escribe, lo es aún más. Si Platón inventó una cosa llamada «filosofía», fue para dar razón de esa invención humana tan extraña. La vieja sabiduría no precisaba del soporte material de signos, que un instrumento material imprime sobre material soporte: esa escritura en la cual, a veces, un parpadeo del tiempo es apresado. La vieja sabiduría, enseñaba Platón a sus oyentes en el jardín de Academo, no se escribe. Se habla. Sólo. Porque la vida, tan efímera, trasluce sólo su desazón en las igual de efímeras palabras pronunciadas. Hablamos. Y, al hablar, somos todos los que hablaron nuestra misma lengua.
¿Por qué escribir, entonces? ¿Por qué, si en la muerta materia que el punzón arañó sobre la tablilla no queda más que escombro de aquella vida que huyó en el acto mismo de contarla? Hacia el final del Fedro, Platón da la más grandiosa –porque la más humilde– justificación de ese suplir el fuego de lo real por su rescoldo. Sí, bien sabemos que el tiempo de los sabios caducó en vísperas de nosotros, dice. De aquel tiempo en el que hablar era dejar resonar en cada voz el susurro intemporal de la ciudad, Sócrates habría sido el crepúsculo. Y, tras la paradoja del último de los sabios, que muere para preservar una ley que a sí misma se destruye al darle muerte, el discípulo ve venir los tiempos nuevos: extinto el mundo de los sabios, queda sólo transitable una misión menor. En el sabio, la memoria vivía la vida misma de lo dicho: los arcanos murmullos de la ciudad. El filósofo nace en una polis desintegrada, náufraga de sí misma. No, no aspira a «sabio» ya; es tan sólo un hombre «que se apega a la sabiduría», a lo que quepa rastrear de ella. Extinta la voz común, queda a su alcance un juego –«juego de niños», escribe Platón–: ese tejer signos materiales, con los cuales evocar la verdad lejana de lo perdido.
Dejo pasar la pereza de estos días tan azules del julio madrileño, releyendo un libro en el cual resuena esa metáfora platónica: el mandato de evocar en la escritura todo cuanto nos escapa; y ver así formarse, en el espejo desazogado del ayer, imágenes de este presente nuestro que no soportamos mirar de frente. Puede el paseante desprevenido, ante el título del último libro de Agapito Maestre, suponer que se le ofrece en él una historia del pensamiento. Y nada más que eso. Pero es mala consejera la desprevención, para enfrentarse a un libro. Y esta Filosofía española de los siglos XX y XXI, que en el estante de la librería atisba, es, sí, la historia del reciente «pensar hispánico» que su título promete: y lo es sobradamente sabia. Pero no es sólo eso. Quizá, porque ningún libro de verdad grande es sólo lo que su portada promete.
Al recorrer las páginas de éste, el lector se ve enseguida envuelto en la desazón de atravesar el espejo. Y de saberse envuelto por una ensoñación en la cual pasado y presente se funden. No sabrá ya si está leyendo la arqueología minuciosa de lo que escribieron aquellos grandes trágicos –y grandes, hay que decirlo, desencadenadores de tragedia– que fueron los pensadores españoles de hace un siglo, o si está buceando en lo más irrespirable de esas aguas pantanosas en donde se nos naufragó el presente. Un viejísimo adagio, mil veces repetido pero en cada ocasión igual de hiriente, cifra la impostura humana en el empecinarse por lograr que aquello que un día advino como tragedia acabe por retornar travestido en farsa. La tragedia española de los años treinta del siglo veinte, declina hoy pervertida en sórdido sainete de pícaros, ladrones y burdeles, en donde persevera nada más que la mugre.
En este libro de Maestre, leo el lamento final de un político de biografía atroz. 1939: «tan grande es el asco que tengo y las ganas de olvido que me envuelven». Pasaron casi cien años. Me sorprendo al descubrir cómo, aun en la atrocidad, puede ser preservado un oscuro rescoldo de grandeza. Por esa turbia grandeza de proclamarse odioso, nunca será tentado un político atroz de nuestro tiempo. Su espejo sólo miente.