- No existe la varita mágica de la restauración inmediata. Pero sí puede haber un camino. Si se prioriza el interés general sobre el cálculo electoral. Si se defiende la independencia de los órganos del Estado frente a las presiones de partido. Si se restituye la dignidad del debate parlamentario
Hay preguntas que, aunque no admitan respuesta inmediata, son necesarias. Una de ellas, que recorre hoy en voz baja pasillos institucionales y cafés ciudadanos, es la siguiente: ¿qué ocurrirá en España tras la caída política de Pedro Sánchez? No hablamos aquí de fatalismos ni deseos, sino de una reflexión serena ante un metastásico desenlace que, tarde o temprano, llegará, como llega todo en política cuando los ciclos se agotan y las contradicciones crecen sin remedio.
Lo cierto es que los síntomas están ahí, visibles incluso para los más moderados analistas: el desgaste interno por la corrupción desaforada y sistémica, la pérdida de autoridad moral, la dependencia creciente de socios disgregadores, el distanciamiento con sectores sociales antaño afines, y una política de hechos consumados que ha tensionado la legalidad y la convivencia. Pero esta etapa no se clausura sola. Requiere algo más que la mera espera: exige proyecto, voluntad cívica y sentido del futuro. Por lo pronto, el horizonte nos lleva a unas nuevas elecciones generales, mediante un nuevo gobierno de coalición o un pacto de legislatura. En los platós de televisión ya se percibe el clima: tertulianos convertidos en estrategas, periodistas militantes, opinadores profesionales, presentadores disfrazados de árbitros, y una ciudadanía sumida en una lluvia de mensajes contradictorios. A ambos lados del espectro ideológico se construyen narrativas opuestas, y entre ellas, el votante medio, obligado a distinguir entre la oferta y el simulacro, entre la promesa y la propaganda, entre lo que es y lo que parece, entre la noticia cierta o el fake news.
Se anuncia una campaña tensa, probablemente emocional. Y sin embargo, no se tratará solo de elegir entre partidos, sino de decidir si España da un giro hacia la reconstrucción institucional y el reencuentro constitucional, o si prolonga su deriva hacia la polarización estructural y el mercadeo parlamentario. Las encuestas más recientes apuntan a una posible mayoría del centro-derecha, aunque sin el colchón de la mayoría absoluta. Lo cual nos lleva al temido escenario de los pactos: acuerdos de investidura o gobiernos de coalición, con todas sus virtudes y limitaciones. Llegado ese momento, el gran dilema será otro: ¿qué parte del programa electoral se cumplirá realmente? Porque ya lo sabemos por experiencia —y no solo reciente— que la distancia entre el papel y el BOE puede ser tan profunda como frustrante. Las justificaciones abundan: la aritmética parlamentaria, la herencia recibida, las urgencias económicas, las prioridades europeas. Pero el ciudadano no vota en función de excusas futuras, sino de esperanzas presentes.
Habrá quienes, si su opción triunfa, quieran ver corregidas e incluso anuladas muchas de las leyes aprobadas en los últimos años. Algunas por indefinición, otras por sectarismo, muchas por haber sido impuestas sin el debido consenso social ni constitucional. Se deseará, legítimamente, una vuelta al orden normativo, al respeto institucional, a una cierta pedagogía política que devuelva la sensatez al debate público. Pero no bastará con querer: será preciso poder. Y ahí surgirán de nuevo las resistencias. Porque no se trata solo de derogar normas o rectificar caminos. Se trata, sobre todo, de desmontar una red densa de intereses creados, nombramientos estratégicos, estructuras de poder paralelas, narrativas hegemónicas y clientelismos convertidos en rutina. Y eso no se revierte de un día para otro. Como en otros periodos de alternancia democrática, habrá que asumir que gobernar no será solo gestionar, sino reconstruir. A veces con más renuncias que aplausos, con más firmeza que épica.
Es posible, incluso, que la ilusión de un cambio acabe enfrentándose a la realidad de un sistema político que ha incorporado como normalidades ciertas prácticas viciadas: la instrumentalización de instituciones, el uso partidista de los medios públicos, la erosión deliberada del prestigio judicial, la fragmentación territorial como moneda de cambio. Son males que no vienen de hoy, pero que en los últimos años han alcanzado niveles que ya no pueden esconderse. Y, sin embargo, pese a todo, hay razones para la esperanza. Porque cuando los ciclos se agotan, también se abren ventanas. Porque el descrédito de una etapa puede activar, si hay liderazgo y coraje, un nuevo horizonte. Y porque muchas personas, desde ámbitos muy distintos —la judicatura, la enseñanza, el asociacionismo, la empresa, la función pública— están hoy más alerta y comprometidas que hace una década. España sigue teniendo reservas morales y cívicas, aunque a veces se oculten tras la niebla mediática o el ruido partidista.
‘El día después, no será fácil. No existe la varita mágica de la restauración inmediata. Pero sí puede haber un camino. Si se prioriza el interés general sobre el cálculo electoral. Si se defiende la independencia de los órganos del Estado frente a las presiones de partido. Si se restituye la dignidad del debate parlamentario. Si se recupera el sentido de Estado como virtud, no como eslogan. Lo que está en juego no es solo el relevo de un presidente, ni el color de un nuevo gobierno. Es algo más profundo: la posibilidad de que España vuelva a creer en sí misma, no como abstracción grandilocuente, sino como comunidad política madura, capaz de corregirse, de reencontrarse, de mirar hacia adelante sin renunciar a lo aprendido. Si eso se logra, aunque sea paso a paso, entonces sí, valdrá la pena hablar de esperanza. Los políticos, cualquiera.
- Íñigo Castellano y Barón es Conde de Fuenclara