- ¿Qué pasa por la cabeza de la esposa feminista de un político más feminista aún, al constatar que la empresa del hermano y socio del padre, cuyos beneficios pagaron su propio domicilio conyugal, ha sido condenada por secuestrar y prostituir a una emigrante desvalida?
No hablaré hoy de política. Hay cosas más primordiales. Cuya narración, demasiadas veces, es opacada por la lengua muerta de los cazadores de votos. Cosas más primordiales. Ciertos conflictos morales, por ejemplo.
2016. 13 de febrero. La Policía Nacional irrumpe en uno de los tantísimos burdeles que puntean las carreteras españolas. Provincia de Segovia, municipio de Ituero y Lama. El nombre del negocio es ‘Kilómetro Ochenta’. Pertenece a un tal Francisco Enrique Gómez y linda con una parcela registrada a nombre de «San Bernardo 36, S.L.»
Nada muy novedoso hay en sus protocolos. Las chicas, hasta allí importadas desde Latinoamérica y Europa del Este, contraen con sus empleadores una abultada deuda de transporte desde su país de origen. Otra, no despreciable, por el promiscuo alojamiento colectivo en el cual las empresas las estabulan. Un pellizco más por su alimentación y mantenimiento. En los menos sanguinarios de los casos, no es siquiera preciso ponerles una pistola en la sien para que acepten ser acopladas con los fugaces clientes de carretera. Saben que no hay otro modo de aspirar a que, una vez íntegramente saldada su deuda, el honesto empresario tenga a bien restituirles el pasaporte que, a modo de equitativa garantía, les requisó apenas acogidas en su nuevo hogar. Si no aceptamos plegarnos a los eufemismos, lo que sucede en los burdeles de carretera no es prostitución; es sólo proxenetismo.
Pero el proxenetismo es un delito tipificado en el Código Penal español. Artículo 187: «El que, empleando violencia, intimidación o engaño, o abusando de una situación de superioridad o de necesidad o vulnerabilidad de la víctima, determine a una persona mayor de edad a ejercer o a mantenerse en la prostitución, será castigado con las penas de prisión de dos a cinco años y multa de doce a veinticuatro meses». El honesto empresario debe, pues, alzar la simulación escénica que trueque una realidad ilícita en benefactor auxilio al desvalido. El capataz de ‘Kilómetro Ochenta’ exhibe la más común de esas simulaciones ante la Policía Nacional que irrumpe en el local aquel desdichado 13 de febrero. No, esas pobres extranjeras no trabajan para él. Él sólo les proporciona bondadoso alojamiento a precio de mercado. Bajan a su bar luego, no para trabajar, sino para pasar el rato tomando unas copas. Nada más natural, si intiman con conductores de paso: al cabo son mujeres adultas y libres. ¿Quién podría reprocharle a él nada?
Pero, a veces, la relojería del negocio falla. Eso sucedió aquel 13 de febrero de 2016. Una de las muchachas consigue telefonear a su familia rumana. Narra una historia bien distinta a la del bondadoso anfitrión del ‘Kilómetro Ochenta’. Interviene la Embajada de Rumanía en España, para proteger a su compatriota secuestrada y obligada a contratar servicios sexuales bajo amenaza. En el curso del registro policial son requisados instrumentos para el corte y peso de estupefacientes, un arma blanca con 25 centímetros de hoja y un spray de pimienta. La Sala de lo Penal del Tribunal Supremo acabará condenando al capataz a cargo del antro propiedad de Francisco Enrique Gómez. La sentencia explicita que el tal sujeto «ejercía control total [sobre la víctima] y la mantuvo al menos un mes encerrada en el club en un estado de total vulnerabilidad, sometida a miedo, aislamiento y chantaje».
Por aquel 13 de febrero de 2016, una glamurosa pareja de jóvenes lobos desplegaba en Madrid su estrategia para asaltar el partido socialista. El éxito del protegido favorito de Pepiño Blanco fue fulminante. Toda la vieja dirección quedó hecha trizas. Que la esposa de aquel valor en alza fuera sobrina del dueño de ‘Kilómetro Ochenta’ e hija del principal propietario de «San Bernardo 36, S.L.» no es, desde luego, delito. Ni inhabilita siquiera para llegar un día a la Moncloa.
Pero hoy, ya lo he dicho, no voy a hablar de política. Hay cosas más primordiales. Un dilema ético, sin ir más lejos. ¿Qué pasa por la cabeza de la esposa feminista de un político más feminista aún, al constatar que la empresa del hermano y socio del padre, cuyos beneficios pagaron su propio domicilio conyugal, ha sido condenada por secuestrar y prostituir a una emigrante desvalida? Pero para esa pregunta no hay respuesta. Begoña Gómez jamás se ha molestado en darla.