Gorka Angulo-El Correo
- Con el quinto Gobierno más longevo de la República, su apuesta por la distensión con la UE y su acceso a Trump la hacen imprescindible en el liderazgo europeo
El Gobierno italiano que preside Giorgia Meloni cumple hoy 1.000 días, un dato significativo porque es el quinto Ejecutivo de la historia de la República que más tiempo ha durado. Y antes de que termine 2025 podría ser el tercero, en un país en el que, desde hace 78 años, la media de un gabinete es de poco más de 420 días.
Meloni, la primera italiana al frente de un Ejecutivo del país transalpino, llegó al Palacio Chigi el 22 de octubre de 2022, con un discurso y un ideario que a priori auguraban a su Gobierno menos vida que el primero que dirigió Silvio Berlusconi en 1994 (menos de ocho meses). Paradójicamente, Berlusconi tuvo entre 2001 y 2005 el Gabinete más duradero de la historia con 1.412 días.
La victoria de la formación de Meloni, Hermanos de Italia (FdI), dentro de una gran coalición de derechas, supuso un cambio de liderazgo en ese bloque que encendió todas las alertas en Europa. Bruselas, exigente y vigilante con los estándares de calidad democrática, decidió hacer cierta objeción de conciencia con la tercera economía de la UE, a pesar del desafío a los valores comunes de la flamante ‘lideresa’ ultraderechista, lo que ha supuesto un freno a las veleidades antieuropeas de Meloni.
Uno de los países fundadores de la Unión pasaba de estar dirigido por un tecnócrata de excelencia, Mario Draghi, expresidente del Banco Central Europeo y salvador del euro, a caer en manos de una populista de derechas que proponía revisar los Tratados de la UE para construir una «confederación de Estados soberanos». En cuestión de nacionalismo, antieuropeísmo y demagogia, Meloni no era Marine Le Pen, porque para eso estaba el líder de la Liga, Matteo Salvini, pero era y es un ‘remake’ del húngaro Viktor Orbán.
Conviene recordar cómo en 1994 las instituciones europeas no aceptaban a extremistas como los ministros italianos ultraderechistas reciclados del postfascista Movimiento Social Italiano (MSI) y reconvertidos por su líder, Gianfranco Fini, en Alianza Nacional (AN). El primer Gobierno de Berlusconi presentó para comisarios europeos a uno de Forza Italia, el partido del magnate milanés, y a otro de la AN. La Comisión de Jacques Santer vetó al aspirante ultraderechista y su lugar lo ocupó Emma Bonino. Treinta años después, las instituciones comunitarias miran para otro lado y permiten que, en el último reparto de cargos en la Comisión entre populares, socialistas y liberales, Giorgia Meloni pueda superar los vetos y colocar como vicepresidente de la Comisión a Raffaele Fitto, ministro con Berlusconi y exeurodiputado de ideología conservadora. La ‘premier’ italiana había aceptado incluso un paquete de propuestas de Draghi al que siempre negó su apoyo siendo este primer ministro.
Unamos a esto el descubrimiento por Meloni de que Europa aporta más de lo que ella denunciaba que se llevaba. Buen ejemplo son los fondos de recuperación Next Generation UE de los que Italia es el primer beneficiario. Su apuesta por la distensión con Ursula von der Leyen (no como su homólogo húngaro Viktor Orbán) y su línea directa con Donald Trump hacen de ella casi una imprescindible entre el canciller germano Friedrich Merz y el presidente francés Emmanuel Macron que obliga a reinventar el liderazgo franco-alemán en la UE.
Resuelta la incógnita europea, a la líder del Consejo de Ministros italiano le queda por definir su política doméstica, tanto en el seno de su partido como en el de su macrocoalición con clamorosas contradicciones entre sus miembros. La obligada improvisación moderada apunta en dirección al centro, lo que impone a Meloni la teoría de la manta corta en su formación: si te vas al centro, como hizo Fini con AN, ganas votos de la ‘mainstream’ moderada pero dejas fuera a los más radicales de tu partido que terminan escindiéndose, como hizo ella con FdI. Si te quedas en la derecha, en una esquina del tablero político, no creces y acabas fuera del Gobierno.
La única solución posible es aprovechar las ventajas del sistema electoral que bonifica a las grandes coaliciones y apuntarse a la tendencia instalada por Berlusconi en la que fascinan más los líderes que los partidos, aunque los ‘enamoramientos’ de la ciudadanía italiana suelen ser breves. El gran reto de Meloni es seguir la senda reformista de Draghi y terminar con esa especie de provisionalidad que vive Italia desde hace treinta años con una Segunda República precipitada por la ‘Tangentopoli’. La corrupción institucionalizada pulverizó el sistema de partidos (eficaz para los grandes acuerdos) para sustituirlo por una bipolarización permanente incapaz de llegar al consenso mínimo para renovar su Constitución o llevar a cabo cambios en colectivos de privilegiados, como la propia clase política; en mi opinión, una de las más impresentables de Europa.