Empecemos por lo más notorio de la semana. Y tampoco esta vez me morderé la lengua.
La imputación de Cristóbal Montoro y su ‘Equipo Económico’ tendrá mayor o menor recorrido penal. Eso lo dirán los tribunales. Pero también genera una insoslayable responsabilidad política ‘in eligendo’ e ‘in vigilando’.
Por lo tanto, Rajoy debe dimitir.
Lo pedí una y otra vez a raíz del caso Gürtel. Especialmente cuando publiqué “Cuatro horas con Bárcenas”, cuando entregué en la Audiencia Nacional el original de la caja B del PP, cuando divulgué los SMS con el “Luis, se fuerte” y cuando reproduje la nómina que demostraba que el presidente mentía al decir que Bárcenas ya “no estaba en el partido”.
Al margen de que hubiera recibido o no sobresueldos, él era el responsable de haber nombrado al tesorero y de no haber detectado e impedido sus actividades entonces presuntamente delictivas.
Porque la presunción de inocencia, el ‘in dubio pro reo’, protege a los imputados ante los jueces; pero en el plano político los únicos inocentes son los ciudadanos que no tienen por qué aguantar ni la connivencia con la corrupción ni la ignorancia respecto a lo que sucedía a su alrededor de un alto cargo, menos aun del presidente del Gobierno.
Por eso, como llueve sobre mojado -después de Bárcenas, Montero- lo diré una vez más: Rajoy debe dimitir.
Mariano vete ya.
Esto ocasiona dos problemas. El primero lo tengo yo, pues debo contentarme con un retrospectivo brindis al sol porque a Rajoy “lo dimitieron” hace siete años Sánchez y sus socios de moción de censura.
Ahora no tiene cargo alguno ni siquiera en el PP de Pontevedra. Y claro no puedo pedirle que dimita ni como registrador de la propiedad, ni como padre de familia, ni como aficionado al ciclismo.
Tendré que conformarme con pedirle que dimita del activismo público -la verdad es que tiene pocos motivos para sacar pecho- al menos mientras su ministro más amado siga en la picota de los tribunales.
Tendré que conformarme con pedirle que dimita del activismo público -la verdad es que tiene pocos motivos para sacar pecho- al menos mientras su ministro más amado siga en la picota de los tribunales.
El segundo problema es mucho mayor y el que lo tiene es Sánchez. Porque una cosa es que no haya agradecido nunca a la prensa, y especialmente a El Mundo y a su entonces director, la aportación de las pruebas que le permitieron llegar por aquel atajo a la Moncloa, y otra que se niegue a aplicarse a sí mismo el rasero por el que midió a su antecesor.
Si Rajoy debió haber dimitido tras la imputación de Bárcenas y debería hacerlo ahora de cualquier cargo que tuviera tras la imputación de Montoro, Sánchez no puede seguir en la Moncloa -ni en Ferraz- tras las imputaciones de Ábalos y Santos Cerdán.
De igual manera, siguiendo con la analogía, más le valdría ordenar cuanto antes una investigación a fondo sobre las relaciones del lobby de Pepe Blanco con su gabinete, su gobierno, sus grupos parlamentarios y su ejecutiva federal, pues las actividades de Acento son prácticamente calcadas a las que se atribuyen al Equipo Económico de Montoro.
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Al Gobierno le ha convenido mucho magnificar el deficiente e inconcreto auto del juez de Tarragona -qué poco le han cundido ocho años de instrucción secreta- con la vana pretensión de empatar el partido de la corrupción, mezclando el pasado bochornoso del PP con su insostenible presente.
Es verdad que eso equivale a culpar a Sánchez de los crímenes de los GAL y ya puestos reprochar a Feijóo la conducta de Fraga en Vitoria y Montejurra. Pero la artillería mediática de Sánchez nunca deja de disparar hacia donde se le ordena.
Luego resulta que el humo siempre se disipa y, aunque inicialmente haya generado mucho menos ruido, la noticia que va a desencadenar una dinámica que antes o después hará saltar todo por los aires es la presentación del recurso de amparo de Puigdemont ante el Constitucional.
La noticia que va a desencadenar una dinámica que antes o después hará saltar todo por los aires es la presentación del recurso de amparo de Puigdemont ante el Constitucional.
Sobre todo, por su incrustación en el frustrante mosaico de taracea que, para el separatismo catalán y en especial para el líder de Junts, están suponiendo estos dos años de apoyo a Sánchez.
El catálogo de piezas que han estado sobre la mesa de los orfebres de la negociación es lo suficientemente variado como para que ambas partes pudieran interpretar el resultado a su manera. Para que uno y otro estuvieran en condiciones de decir que su vaso está medio lleno o medio vacío.
¿Pero qué hay en el vaso de Junts? Cientos de declaraciones públicas y privadas, decenas de compromisos suscritos o tácitos, que revolotean como aves de presa sobre la España constitucional pero que aun no se han materializado en nada sustantivo.
Véase lo ocurrido con la oficialidad del catalán en la UE. Fue el ‘pago por adelantado’ para la constitución de la Mesa del Congreso con Francina Armengol al frente. Albares y Puigdemont escenificaron incluso el vodevil de la presentación de la propuesta en Bruselas, a la hora de apertura del registro, el mismo día de la votación en Madrid.
Veintitrés meses después la situación de las lenguas cooficiales en la UE es que ni están ni se las espera. El séptimo intento del Gobierno ante el Consejo de Asuntos Generales ha representado de hecho “un paso atrás”, según uno de nuestros socios.
Y el que Sánchez haya encontrado una oposición más dura que en los anteriores intentos no se debe a las presiones políticas del PP sobre Alemania y otros países miembros. Esa es la falsa explicación con la que PSOE y Junts maquillan su fracaso.
La realidad es que a la UE no le interesa ni le interesará nunca impulsar los nacionalismos más activos en su seno o reactivar los durmientes, mediante la demagógica palanca de las lenguas.
En un escenario de tanta inestabilidad mundial, Bruselas necesita incrementar la cohesión de los 27, no compartimentarla. Por eso el obstáculo final será siempre el dictamen jurídico de la Comisión que establece que la pretensión catalana requeriría una reforma de los Tratados.
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Únase a ello el hartazgo que empieza a cundir ante los intentos de Sánchez de utilizar a las instituciones internacionales para parchear sus problemas domésticos. El episodio de la OTAN en concreto ha dejado huella entre los jefes de Estado y de Gobierno.
Todos estaban de acuerdo en apaciguar a Trump con la concesión nominal del 5%, a sabiendas de que en realidad el gasto militar sólo iba a subir un 3,5%; y era un compromiso con diez años de plazo, revisable a los cinco.
Todos estaban de acuerdo en apaciguar a Trump con la concesión nominal del 5%, a sabiendas de que en realidad el gasto militar sólo iba a subir un 3,5%.
A los asistentes a la cumbre aun no se les ha borrado el rictus de estupor cuando vieron que, pese a haber asumido el mismo compromiso, Sánchez quebraba la armonía, haciendo demagogia a costa de todos, al presentarse como la única paloma con sensibilidad social en un nido de halcones al servicio de Washington.
Desde entonces se la tienen guardada y ya hemos empezado a notarlo. Con la retención de los más de mil millones de fondos Next Gen a cuenta del bloqueo del impuesto sobre el diésel. Con el expediente por las trabas a la OPA del BBVA. O con el rápido descarte de Cuerpo en la carrera a presidir el Eurogrupo.
Puigdemont ha ido al mismo tiempo constatando la falta de avances en la aplicación de los acuerdos de Bruselas en materia de soberanía o financiación. Por mucha mesa de negociación en Suiza y mucho mediador salvadoreño que hayan cubierto las apariencias, al final ‘res de res’.
Para colmo, el encarcelamiento por corrupción del interlocutor Santos Cerdán ha añadido a la clandestinidad de todo el proceso una infamante aura delincuencial.
Igualmente han fracasado los intentos de mantener viva la relación política a través de pactos parlamentarios. El más significativo fue el que implicó la renuncia de Junts a impulsar la cuestión de confianza a cambio de la “cesión integral” a Cataluña de las competencias de inmigración.
Igualmente han fracasado los intentos de mantener viva la relación política a través de pactos parlamentarios.
Sánchez salvó el ‘match ball’ y de la ‘cesión integral’ nunca más se supo.
Y entre tanto es el ‘Govern’ del detestado Illa quien va apuntándose éxitos parciales como el regreso del Sabadell y La Caixa a Cataluña, la ampliación del Prat o el propio esbozo de cupo catalán que, con todo motivo, ha puesto en pie de guerra a las demás comunidades, incluidas las del PSOE.
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Pero en esta cada vez más caótica acumulación de frustraciones para Junts queda por dilucidar si la pieza angular de la taracea, la que dio sentido a la investidura, va a quedar definitivamente implantada o inutilizada.
Se trata, claro, de la amnistía, hasta ahora aplicada a cargos subalternos y alcaldes -también a policías- pero bloqueada por el Supremo en lo que se refiere a la malversación de los dirigentes.
Ni la aprobación de la ley por el Congreso ni su polémica convalidación por el Constitucional le han servido a Puigdemont para anular la orden de detención del juez Llarena y el subsiguiente juicio ante la Sala Segunda.
Ahora se le ha agotado la paciencia y ha decidido precipitar el desenlace mediante un recurso de amparo con petición de medidas cautelarísimas, o al menos cautelares, por delante.
Al hacerlo ha encendido la mecha que en cuestión de pocos meses va a hacer saltar por los aires la legislatura en un sentido o en otro.
Ahora Sánchez ya no tiene salida. Porque si bien puede alegar ante Puigdemont que, por mucho que se empeñe Albares, no tiene modo de convencer a la UE sobre el catalán; si bien puede alegar que tras la defección de Podemos carece de mayoría en el Congreso para “ceder integralmente” la inmigración; si bien puede alegar que no dispone de resortes para embridar a la Sala Segunda y menos cuando acaba de fracasar en el empeño de hacer presidenta a Ana Ferrer… lo que no puede alegar es que no controla al Tribunal Constitucional.
Ahora Sánchez ya no tiene salida. Porque si bien puede alegar ante Puigdemont que, por mucho que se empeñe Albares, no tiene modo de convencer a la UE sobre el catalán.
Máxime después de haberlo demostrado cuando ha llegado la hora de desafiar la jurisprudencia y el propio orden constitucional para exonerar a los dirigentes socialistas de los ERE. Si Conde-Pumpido y los suyos han estado dispuestos a rendir ese favor político, a costa de un gran escándalo, para Junts sería inconcebible que rehusaran hacer lo propio con Puigdemont.
El problema es que, aunque la ponente sea Laura Diez Bueso, exdirectora general de Bolaños con más méritos políticos que jurídicos, las cautelarísimas -sin tan siquiera oír a las partes- serían imposibles de justificar. Y la propias cautelares -a ver qué dice la fiscalía- carecerían de sentido por no afectar al fondo del asunto que es el de si la malversación de los líderes del procés es amnistiable.
Lo más probable es que el amparo se tramite como uno más y que al cabo de seis u ocho meses Pumpido esté de nuevo “en condiciones de ofrecer a Sánchez lo que el presidente le ha pedido”.
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Pero para Puigdemont tampoco ese sería el final porque como tuvo que admitir expresamente la abogada del Estado -es decir, del Gobierno- durante la vista de esta semana ante el TJUE, tras cualquier decisión del Constitucional siempre quedará la posibilidad de que se presenten nuevas cuestiones prejudiciales que paralicen la aplicación de la amnistía.
Y todos sabemos que tanto el instructor Pablo Llarena como el propio pleno de la Sala Segunda están dispuestos a hacerlo. Aunque también cabría la posibilidad de que la sentencia del TJUE, prevista para noviembre, sobre el procedimiento del Tribunal de Cuentas ampliara el espectro de su resolución y declarara la ley española incompatible con el derecho de la UE.
Ese sería un fin de partida en línea con el criterio de la Comisión Europea que primero dijo por escrito que se trata de una “autoamnistía” y ahora ha declarado en la vista ante el TJUE que no responde al “interés general” sino a un “acuerdo político para la investidura”.
Es obvio que si el tribunal de Luxemburgo dinamitara la Ley de Amnistía, Sánchez tendría que dimitir diez minutos antes de que lo tumbara Puigdemont.
Es obvio que si, en este procedimiento u otro posterior, el tribunal de Luxemburgo dinamitara la Ley de Amnistía, Sánchez tendría que dimitir diez minutos antes de que lo tumbara Puigdemont, pues quedaría en evidencia que toda la legislatura habría sido una estéril estafa.
Cabe, por supuesto, el desenlace más favorable a Sánchez y Puigdemont. Consistiría en que el TJUE soslayara de momento la cuestión de fondo, el Constitucional concediera el amparo, el prófugo se presentara en España y Llarena y la Sala Segunda se limitaran a presentar las nuevas prejudiciales y a esperar a su desenlace.
Eso situaría a Puigdemont en un limbo jurídico que le permitiría hacer política, proclamando su victoria sobre el Estado, reuniéndose con Sánchez e incluso pactar unos presupuestos a cambio de un calendario para el referéndum de autodeterminación.
La consecuencia inexorable de este giro de guión -el menos malo para Sánchez de todos los imaginables- sería un incremento exponencial del rechazo a lo que en el resto de España sería percibido como una afrenta a la dignidad colectiva. Concretamente en el PSOE se dispararía la exigencia de un adelanto de las generales por parte de los candidatos a las autonómicas y municipales, que de ninguna manera accederían a recibir en sus carnes el castigo a Sánchez.
Todos los caminos de Puigdemont conducen pues a la misma explosión. Puede ser una explosión controlada o incontrolada. Pero él ya ha encendido la mecha. Las elecciones generales no serán después de 2026.