Ignacio Sánchez Cámara-El Debate
  • Los abusos no son nunca lo más grave, siempre que se los perciba como anomalías, como algo que hay que corregir y suprimir. Lo peor son los usos nocivos e inmorales que se aceptan como razonables y morales

La política pertenece al ámbito superficial de la vida social. Casi nunca es lo más importante. Casi siempre es reflejo de otras realidades más profundas. Ortega y Gasset escribió que quien solo se ocupa de política y todo lo ve políticamente es un majadero, pero que quien nunca se ocupa de política es un inmoral. Y conviene no ser ni lo uno ni lo otro. Y añadía que uno de los casos en los que es ineludible ocuparse de política es cuando un pueblo anda empeñado en la tarea de construirse un nuevo Estado. La nuestra es exactamente la contraria. Estamos empeñados en la destrucción de nuestro Estado y, probablemente, también de la Nación.

Yo preferiría escribir mucho menos de política y ocuparme más de lo que más importa, pero en nuestro tiempo y en España no es posible. En la política deben concentrase hoy nuestras mayores energías, a la espera de que vuelva a recluirse en el ámbito que le es propio, el ámbito de lo aparente, de lo superficial, de lo que hace más ruido. El proceso que vivimos consiste en la destrucción del Estado democrático y la ruptura de la concordia nacional, de manera que se establezca un nuevo Estado autocrático y reaparezca la distinción entre «buenos» y «malos». El proceso no es nuevo. Ya se ensayó con notable éxito durante la Segunda República.

Una sociedad puede soportar sin grandes conmociones la extensión de la corrupción, incluso su generalización. Lo que no puede soportar sin desintegrarse, primero moralmente, después en general, es la aceptación de ella como algo inevitable y normal. Los abusos no son nunca lo más grave, siempre que se los perciba como anomalías, como algo que hay que corregir y suprimir. Lo peor son los usos nocivos e inmorales que se aceptan como razonables y morales. Esto produce el envilecimiento de la sociedad y de todas las personas que la forman. De ahí que cuando esto sucede, como ahora, en muchos ámbitos de la sociedad, sea irresponsable no ocuparse de política, guardar silencio y encogerse de hombros, como diciendo esto es inevitable, no va conmigo, todos los políticos son iguales, yo a mi trabajo y a mis vacaciones, estoy por encima de esta gresca sucia y vulgar. Y, en el mejor de los casos, uno construye su torre de marfil y se dedica a leer a Rilke o a escuchar las últimas obras de Beethoven.

Lo cierto es que aquí hay mucho más que corrupción, al menos si se entiende en el sentido de que algunos se apropian del dinero público para gastarlo de la forma más abyecta. También acerca de la corrupción, es preciso hacer distinciones. Existen, al menos, tres tipos de corrupción: económica, política y moral. Esta última es la raíz de todas las demás, y su fundamento es, en definitiva, religioso. Cuando los hombres dejan de creer en Dios, terminan por creer en cualquier cosa (Chesterton), por ejemplo, en el dinero y en el placer más rastrero. Evidentemente, padecemos todas estas formas de corrupción y, además, procedentes del palacio de la Moncloa. Nunca se había llegado a tanto, ni siquiera en la descomposición del último gobierno de Felipe González. Pero lo peor no es eso. Hay un proceso de destrucción del Estado democrático y de la convivencia entre españoles, y parece acogerse con resignación y sin darse cuenta de la gravedad, tanto por parte de la oposición como por la mayoría de los ciudadanos.

Un ejemplo solo aparentemente menor. El grupo parlamentario socialista en el Senado ha castigado a la senadora Mayte Pérez con la multa más cuantiosa, 600 euros, por ausentarse del Pleno del Senado para asistir al homenaje a Lambán, ex presidente de Aragón y destacado disidente del sanchismo. Además, había solicitado el permiso sin obtener respuesta. Si esta es la armonía que reina en el seno del PSOE, podemos hacernos una idea de la que impera en el Gobierno y en España. La corrupción, el chantaje y el miedo suelen ir juntos. Como en las grandes bandas.

No hay solo una insoportable corrupción política y económica, ni solo un desmedido afán de poder que no se detiene ante nada, por supuesto ni ante la Constitución y la ley. Lo que hay es un cambio de régimen por etapas, o, si se prefiere, un golpe de Estado por entregas.